La noche cayó sobre el hospital, envolviendo todo en una profunda calma.
Intenté dormirme de nuevo, pero el cansancio no lograba vencerme. Mi cuerpo temblaba mientras la inquietud me inundaba.
Y entonces, mientras cerraba los ojos buscando algo de paz, sucedió otra vez.
Sentí que algo en mi interior se desconectaba. Primero fue un hormigueo leve en los dedos, luego una presión extraña en el pecho. Quise moverme, llamar a mamá, pero mi cuerpo no respondía. Era como si algo invisible me sujetara, inmovilizándome.
El terror me atravesó como una punzada helada.
No. No, no ahora. No otra vez.
Quise gritar, llorar, hacer cualquier cosa. Pero solo podía sentir. El sonido del monitor cardíaco parecía alejarse, como si todo se hundiera en un mar lejano.
No supe cuánto tiempo duró. Minutos, tal vez segundos. Cuando al fin recuperé el control, jadeaba como si hubiera corrido una maratón.
El corazón me latía salvaje en el pecho.
Intenté tranquilizarme. Tal vez era solo cansancio, estrés acumulado. No quería pensar que era algo peor. No ahora que, por fin, había una posibilidad de volver a casa.
La puerta del cuarto se abrió unos centímetros, dejando entrar un hilo de luz. Era mamá, que se asomó con cuidado, sus ojos buscándome en la oscuridad.
—¿Estás despierta? —susurró.
Asentí débilmente.
Ella entró con pasos suaves, acercándose a la cama. Durante un momento, solo nos miramos en silencio, como si las palabras fueran demasiado frágiles para romper la quietud.
—¿Todo bien, amor?
Tragué saliva. La respuesta automática estuvo a punto de salir de mi boca, pero me obligué a detenerla. No quería mentirle, pero tampoco quería verla romperse otra vez.
—Sí —dije al fin, forzando mi voz a sonar segura—. Solo un mal sueño.
Ella sonrió con tristeza, acercándose para acomodar una manta que ya me cubría.
—¿En qué momento saliste? —pregunté en un susurro, notando algo extraño en su expresión.
Mamá desvió la mirada antes de contestar.
—Solo fui a tomar un poco de aire fresco —dijo, restándole importancia.
Pero su voz... su voz tenía un tono ronco, ligeramente quebrado. Como si hubiera estado llorando.
No dije nada. Solo asentí despacio, apretando sus dedos entre los míos. No quería que tuviera que explicarlo. No esa noche. Ambas sabíamos que el peso de todo esto era más grande de lo que cualquiera quería admitir.
—Mañana ya estaremos en casa —murmuró ella, como si decirlo en voz alta fuera suficiente para que todo el dolor desapareciera.
Asentí otra vez, cerrando los ojos para que no viera las lágrimas que amenazaban con salir.
Mamá se quedó sentada a mi lado, acariciando mi cabello de la misma forma en que lo hacía cuando era niña y tenía pesadillas.
Cuando finalmente se quedó dormida en la silla, yo seguía despierta, sintiendo el peso de un miedo que no sabía cómo compartir.