El aire fuera del hospital era distinto. Más crudo. Más real. Una brisa fresca acarició mi rostro, apenas cruzamos la puerta principal, como si el mundo me diera la bienvenida… o tal vez, me pusiera a prueba.
Lucian caminaba a mi derecha. Erik, a la izquierda. Mamá un paso más adelante, cargando mi bolso con una firmeza silenciosa.
Por un instante, nadie dijo nada.
—Mi carro está aquí cerca —dijo Lucian, rompiendo el silencio con voz baja.
Yo asentí. Erik también, sin mostrar mucho más.
Mientras caminábamos por el parqueadero, podía sentir cómo la tensión se estiraba entre ellos dos como un hilo invisible. No había palabras, pero las miradas, los pasos, incluso el aire entre ellos decía lo suficiente.
Lucian abrió la puerta del copiloto y me miró. —¿Te sientas adelante?
Erik no esperó mi respuesta. Se adelantó y abrió la puerta trasera del otro lado, como si ya supiera la respuesta que ni yo tenía clara.
Los miré a ambos sin saber qué decidir. Finalmente, murmuré:
—Prefiero atrás. Estoy algo mareada.
Lucian no dijo nada. Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.
Subí, y mamá se acomodó a mi lado. Erik entró por el otro extremo. Lucian arrancó el auto y puso música, algo instrumental que apenas llenaba el silencio.
El camino fue largo. O al menos así lo sentí. Cada semáforo parecía una pausa tensa en una conversación que nadie se atrevía a empezar.
—¿Cómo dormiste? —preguntó Erik de pronto con tono suave.
—No muy bien —admití—, pero ya me siento mejor.
Lucian no dijo nada. Solo mantuvo los ojos en la carretera, mientras apretaba el volante.
—Me alegra que estés mejor —dijo Erik, mirándome de reojo—. Fue duro verte así.
Lucian suspiró.
—No hace falta recordarlo ahora.
Erik giró apenas la cabeza, su voz todavía serena.
—No estoy recordando nada. Solo estoy hablando con ella.
—Estoy aquí, ¿saben? —interrumpí, cansada del filo entre ambos—. No hace falta que peleen cada vez que estamos juntos.
Silencio. Otra vez.
Lucian aflojó su agarre del volante. Erik miró por la ventana. Mamá me tocó suavemente la mano, sin decir palabra, como si su silencio fuera más sabio que cualquier consejo.
Miré el reflejo de ambos en la ventanilla. Erik: sereno, atento, pero siempre alerta. Lucian: tenso, con ese torbellino bajo la piel que podía estallar o envolver, dependiendo del día.
Yo solo quería llegar a casa. Pero también sabía que, en algún punto, tendría que elegir qué heridas estaba dispuesta a seguir tocando… y cuáles debía dejar cerrar.
—¿Quieres que pase por ti mañana para los exámenes médicos? —preguntó Lucian, sin mirarme.
—No lo sé aún —respondí.
—Yo puedo llevarte si quieres —dijo Erik de inmediato.
Lucian bufó, apenas audible. Mamá, por fin, intervino.
—Veamos cómo amanece —dijo—. Ya decidiremos.
Seguimos en silencio el resto del trayecto.
Pero el aire del carro estaba cargado. Con palabras no dichas, con un amor que se sentía más como vértigo que refugio. Y con una decisión que sabía, tarde o temprano, iba a romper algo.
O a alguien.