El regreso a casa no fue lo que imaginé.
El olor a hospital se desvaneció tan pronto crucé la puerta de casa. En su lugar, el aire olía a sábana limpia, a madera tibia y al perfume suave de mamá, ese que siempre impregnaba los rincones.
Mamá entró primero, dejó el bolso en el sofá y suspiró largo, como si solo entonces pudiera liberar el peso que había llevado durante días. Lucian se quedó en la entrada, con la mochila colgada del hombro. Erik se acercó y me ayudó a sentarme en el sofá.
—¿Quieres agua? —preguntó.
Asentí.
Él fue a la cocina sin esperar respuesta. Lucian cerró la puerta y caminó hasta donde yo estaba. Se agachó frente a mí, con sus ojos negros fijos en los míos. Oscuros. Intensos. Como una tormenta en calma.
—¿Segura que estás bien? —susurró.
—Sí.
—No pareces segura.
Antes de que pudiera responder, Erik volvió con el vaso en la mano. Lo extendió hacia mí, pero Lucian se levantó de inmediato para tomarlo él mismo. Me lo ofreció sin mirarlo a él. Erik tampoco dijo nada. Pero algo en su mandíbula se tensó.
—Gracias —dije, intentando mantener la paz.
Bebí un poco. Mamá se había sentado en la otra silla, observando la escena sin intervenir. Sabía leer los gestos mejor que nadie. Y aunque no decía nada, su expresión era clara: tensión.
—Voy a dejar esto en tu habitación —dijo Lucian, alzando la mochila y desapareciendo por el pasillo.
Erik esperó a que se alejara antes de hablar.
—¿Te sientes cómoda con él aquí?
Lo miré con un nudo en el pecho.
—No lo sé…
—Sí lo sabes —interrumpió, sin brusquedad—. No te estoy diciendo qué hacer, Sienna. Pero sí te pido que pienses en ti primero, no en él.
No respondí. Porque lo que había entre Lucian y yo no era simple. Nunca lo fue. Nos amábamos con una intensidad que a veces quemaba. Y a veces... dolía. Y aun así, lo seguíamos haciendo.
Erik suspiró y se frotó la nuca.
—Mira, solo quería verte llegar bien. No voy a quedarme si eso te incomoda.
—No me incomodas tú —dije—. Me incomoda no saber cómo llevar todo esto.
—Lo sé.
En ese momento, Lucian volvió. Había dejado la mochila sobre mi cama y traía una pequeña caja de madera en las manos. La reconocí de inmediato. Era la caja donde solía guardar nuestras cartas, esas que nos escribíamos cuando las palabras habladas no alcanzaban.
Se sentó a mi lado y me la ofreció.
—La traje por si querías volver a leerlas.
Tomé la caja, sintiendo cómo el pasado se derramaba como un perfume antiguo. Cartas con tinta corrida, promesas escritas en noches de euforia, disculpas rasgadas en papel. Todo estaba ahí.
—Gracias —murmuré, sin mirarlo del todo.
Lucian me observó por unos segundos más, luego se giró hacia Erik.
—¿Puedes darnos un momento?
—No creo que sea buena idea —intervino mamá desde su asiento.
Lucian la miró, y por un instante su expresión cambió. Se suavizó, pero también se llenó de orgullo.
—No voy a hacerle daño.
—No físicamente —respondió ella, con voz firme.
Silencio.
Erik se levantó.
—Yo me voy —dijo—. Ya cumplí mi parte. Te vi llegar a salvo, Sienna. Si necesitas algo, sabes dónde encontrarme.
Caminó hasta la puerta, y antes de salir, me dedicó una última mirada. No de reclamo. Era preocupación pura, y algo más… algo parecido a resignación.
Lucian se sentó a mi lado en el sofá, pero esta vez no me tocó. Solo me miró mientras yo acariciaba la tapa de la caja.
—¿En qué momento nos perdimos así? —preguntó, apenas audible.
—No fue un momento, Lucian. Fue cada pelea, cada silencio… cada vez que me sentí sola estando contigo.
Él bajó la cabeza.
—Pero sigo aquí.
—Sí. Pero no sé si eso es suficiente.
Me miró, sus ojos más brillantes de lo habitual.
—¿Me sigues amando?
Tragué saliva. La respuesta era un sí rotundo… pero no era el tipo de amor que debía seguir creciendo.
—Eso no es lo que importa ahora.
Lucian asintió. No insistió. Solo se quedó ahí, mirándome como si estuviera recordando cada rincón de mí que alguna vez fue suyo.
Mamá se levantó.
—Voy a hacer té —anunció, escapando de la tensión como quien huye del humo.
Abrí la caja. Las cartas seguían allí, intactas, como si el tiempo no las hubiera tocado. Una en especial llamó mi atención: escrita con mi letra, doblada con cuidado. Era la carta que le escribí la noche en que él prometió que cambiaría. La leí mil veces en su momento, buscando consuelo entre mis propias palabras… pero ahora no me atrevía a tocarla. No esta vez.
—¿Te vas a quedar? —pregunté, sin mirarlo.
Lucian no respondió de inmediato.
—No si no quieres.
—No lo sé —dije.
Y en verdad no lo sabía.
Porque tenerlo cerca era como caminar por la cornisa: emocionante, pero peligroso. Y aun así… no podía dejar de querer esa sensación.
Lucian se levantó con lentitud. Se acercó a mí y se agachó una vez más, hasta que nuestros ojos quedaron a la misma altura.
—No te presionaré hoy —dijo—. Pero no me rendiré.
Me besó la frente con una dulzura inesperada y salió del cuarto.
Lo seguí con la mirada hasta que la puerta se cerró.
Y ahí, con la caja sobre mis piernas, y el peso de tantos recuerdos en el pecho, supe que este regreso a casa no era un final. Era apenas el principio de una batalla mucho más íntima: entre lo que sentía y lo que sabía que merecía.
Una guerra entre el amor… y el daño que a veces viene con él.