El Peso Bajo la Corona.

Capítulo 2. ''Rara vez cuando el cielo y el infierno deciden juntarse.''


''Cuando me convertí en un hombre acabado supe que amar era un verdadero dolor, in embargo, mi paz siempre dependió de mis propias cenizas.''

Hozier - Arsonist's Lullaby.

 

 

Aguarde un par de segundos al lado de mi caballo, sin previo aviso comencé nuevamente a tomar rumbo lejos de él.

Las ansias de llorar aun seguían floreciendo en mi pecho, abarrotando mi visión con infinidades de lágrimas que clamaban salir. Presa del miedo desenfrenado que viaja en mi sistema nervioso. La idea de seguir en aquel lugar simplemente no era una opción.

El estar siquiera en el mismo planeta que Cupido, no era una opción para absolutamente nadie, el anhelo que había en mi por alejarme de él era aquello que me impulsaba a querer correr lejos, pero mi cerebro hacía caso omiso a esa inquietud, el raciocinio me gritaba que mantuviera la calma, que no levantara sospechas, ya que estas me traerían peores consecuencias que las que mi pasado cargaba.

Deambule con la cabeza gacha, ocultando las lágrimas que amenazaban con abandonar en cualquier instante mis ojos, hasta llegar a uno de los lugares más alejados de la tarima donde se servía aquel nauseabundo espectáculo. La puerta de una pequeña librería se mostraba ante mí, adornada esta con un cartel, con la palabra ''Abierto'' en el, algo sencillo. Empuje la puerta con suma delicadeza, asombrándome a mi misma por el toque bastante suave. Una pequeña campanilla sonó, anunciando a la dueña que tenía un nuevo cliente, sonreí para mi persona, era tal el aprecio que le guardaba a aquel lugar, que él solo escuchar el, a veces molesto sonido, a mi parecer el tintinar del objeto era la misma gloria. El olor a libros viejos y nuevos, llego a mí como una ráfaga de viento fresco y reconfortante, calmando mis nervios. Desde la entrada pude visualizar una figura bastante singular, sonreí para mis adentros.

Un precioso color caoba se ceñía a las paredes, brindándole al lugar un toque más agradable de lo usual, las repisas con aquellos montones de libros inundaban mi vista, haciéndome perder a mi misma entre las infinidades de nuevas experiencias literarias y también conocimientos que podría adquirir. Las lámparas colocadas en las paredes, ayudaban a brindarle claridad al lugar, como era de esperarse, un pequeño mostrador en la parte derecha del local, este contenía todo tipo de marcapáginas, lapiceros, e infinidades de implementos que podrían ayudar a facilitar la lectura e incluso animar a esta en los jóvenes, niños y adultos que querían iniciarse en esta cultura.

Una vez más otra ráfaga de aire me golpeó en el rostro, causándome un poco de frío por culpa de un par de lágrimas que aun resbalaban por mis mejillas. Suspire, los pensamientos acerca de lo ocurrido un par de instantes anteriores se fueron esfumando como si nada, dejando a mi alma descansar de tan agitados recuerdos. Aclare mi garganta, para después tragar un poco el nudo inexistente que se enredaba en el lugar, la sentía seca y áspera, un pequeño gemido de frustración se escapo por mis labios, ayudándome a captar la atención de mi acompañante. Ella se volteo rápidamente, dejándome notar primeramente unas gafas algo grandes junto con un par de ojos de color rojos. Acacia..

— ¿Acabas de llegar?, no note que estabas aquí, Atenea. — comentó, a la par de que un pequeño y bastante claro rubor se extendió por sus mejillas pálidas. Sonrei, encogiéndome de hombros, en gesto de restarle importancia.

— En realidad si. — fue lo único que dije, aun con la sonrisa pintada en mis labios. Sus ojos color escarlata me atraían desde hace mucho, no hablo en el ámbito sexual, si no desde el ámbito curioso. Si bien aquellos eran extremadamente raros, en ella eran aún más.

Técnicamente, o así lo contaban nuestros antepasados con infinidades de leyendas y cuentos, los ojos de color rojo solo se podían heredarse si uno de los padres del niño o niña, eran dioses, mientras que el otro padre del pequeño debía ser otra criatura mágica. En el país solo había siete individuos con ese color de ojos.

Y cuando todo se volvía más extraño, solo Acacia era uno de esos individuos que ninguno de sus padres era o un dios mitológico o una criatura mágica. Sus padres eran dos humanos, tan comunes como todos los demás que hoy en día se paseaban en las calles de nuestra nación.

El color que se dibujaban justo debajo de sus pupilas era casi similar a un rojo tan fuerte como el de la sangre misma, a ella le daba un toque, que aunque raro, inocente e incluso tierno. Sus labios llenos eran de un color más claro que el de sus ojos, y sus facciones eran bastantes suaves a comparación con las de su madre. La contextura de su cuerpo, delgado con algunas curvas. Tez pálida, casi como el color de una hoja de papel, a juego con sus demás características. Su cabello de color caoba era precioso, lucía un flequillo recto en su frente, y el restante caía libre encima de sus hombros terminando justo a la altura de su cintura junto con algunos rizos algo rebeldes.




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