Londres, 1889. Medianoche.
El cielo llovía ceniza. No de fuego, sino del hollín que exhalaban los mil pulmones de hierro de la ciudad. El reloj de la torre marcaba las doce cuando la noticia atravesó la niebla como un disparo: el Rey había sido mutilado al anochecer.
El carruaje de la Guardia Real se detuvo frente al Palacio de Westminster. Las ruedas aún chirriaban cuando sir Edward Corven, inspector principal del Departamento de Casos Especiales, descendió envuelto en su capa oscura. Su bastón resonó firme sobre el mármol del vestíbulo. No saludó a nadie. Solo avanzó.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó.
—En la Cámara Real. Cerrada desde que lo hallamos —respondió un oficial tembloroso.
Entraron. El aire estaba espeso, con un leve aroma a rosas marchitas y pólvora. El Rey Alaric V yacía en su trono mutilado. Los ojos aún abiertos, congelados en una expresión de sorpresa y... ¿culpa?
Su lengua y extremidades estaban tiradas alrededor, su corazón había sido apuñalado diez veces, sin signos de lucha, sin testigos. No había señales de entrada forzada. Solo una carta de pergamino negro descansando en su regazo.
Corven la tomó con guantes. Estaba sellada con un cuervo de cera roja. Lo rompió. Dentro, solo una frase:
“El Primer Peón ha Caído.”
—¿Peón? —murmuró.
—¿Qué significa eso, inspector? —preguntó el coronel Hargrove.
Corven entrecerró los ojos, mientras sacaba de su abrigo una libreta de cuero gastado.
—Significa que este no será el único cadáver. Y que quien lo hizo... conoce el juego mejor que todos nosotros.