El taxista de una loca

SECCIÓN 15.

Angelina.

Después de vestirse, el Grande y Poderoso fue finalmente al dormitorio para llevarse a Alex. No quería que se lo llevara, porque por alguna razón estaba preocupado por el niño, pero tampoco podía obligarle a dejar a mi hijo. En cuanto Daniel intentó cogerlo, el bebé abrió los ojos y miró alrededor de la habitación.

– ¿Adónde me llevas?

– A casa, hijo mío. Es hora de que la tía Angie también se vaya a la cama.

– Deja que se acueste con nosotros", no puedo evitar sonreír ante esta espontaneidad infantil, pero definitivamente no voy a dormir en la misma cama que su padre. Las consecuencias son demasiado graves.

– No, Alex. Tú eres un niño y Angie es una niña, así que no podéis compartir cuna.

– Y Adele dice que su madre y su padre duermen en la misma cama.

– Alex, – me senté en el borde de la cama, despeinándole el pelo, – yo no puedo dormir en la misma cama que tu padre porque no soy su mujer. Y los padres de Adele son marido y mujer.

– Pues que sean ellos! – hizo un mohín y volvió a tumbarse, porque Daniel seguía sin aguantarlo como era debido.

– Alex, deja el circo. Vámonos a casa, Angie te ha contado un cuento, ahora has cumplido tu parte del trato, vámonos.

– ¡No! Yo duermo aquí, y tú también, – hincó el dedo en el brazo de su padre y se subió la manta hasta la nariz-.

– Tú quédate aquí, yo dormiré en la otra habitación -me di cuenta de que estaba cansada de todo aquello, de que probablemente mi pizza ya se había devuelto, a pesar de haberla pagado, y sólo quería estar en la cama, ya fuera en la que había dormido los últimos años o en la de mi infancia, en la habitación de al lado.

– ¿Estás seguro? – Daniel no parecía muy contento con esta perspectiva, y no era para menos, ella era la que le estaba empujando hacia la puerta. Pero no se puede hacer llorar a un niño.

– No me pasará nada. No puedo darte ropa para que te cambies, pero si necesitas ducharte, el baño está ahí mismo, – los dejé solos, cerré la puerta y fui a la cocina en busca de algo nutritivo. Es una sensación extraña, estoy preocupada por su hijo. Me preocupan los pensamientos que llenan su cabeza infantil.

A los cuatro años, no es en esto en lo que debería estar pensando, ni mucho menos.

– ¿Puedo tomar un poco? – La voz de Daniel era tranquila. Tenía un aspecto extraño en la penumbra de la cocina. No como un pavo hinchado, sino como un padre cansado.

– Sí, toma, – le tendió un plato de kiwis pelados que acababa de conseguir cortar. El hombre sonrió, cogió un trozo y se quedó junto a la ventana.

– A mí me gusta el kiwi, pero a mi hijo no.

– Me di cuenta de ello cuando intenté ofrecérselo. Me gritó que no le diera esas patatas peludas.

– Sí, no le gusta mucho la fruta y todo eso.

– No sé, hoy ha comido avena con melocotón.

– ¿De verdad?

– Sí. Es un niño guay. Me estaba hablando de animales y luego me ha contado una historia bastante interesante sobre una mezcla de la Biblia y la Atlántida. En resumen, – dejó el plato en el alféizar y se puso a mi lado, mirando la ciudad nocturna, – según su teoría, la Atlántida está en el cielo y, cuando ocurrió el diluvio, Dios cubrió el cielo con un escudo invisible para que el agua no cayera sobre la gente. Y ahora, cuando miramos al cielo, vemos esta agua, y cuando hay nubes en el cielo, es espuma de mar, y cuando llueve, hay tormenta en la Atlántida. No entendimos a los astronautas, pero prometió contarme lo que realmente ven los astronautas la próxima vez.

– ¿De dónde ha sacado todo esto? – el hombre puso cara seria.

– ¡Basta! – le golpeé en el costado con el codo en una especie de gesto demasiado cercano y amistoso, pero no sentí rechazo ni incomodidad por ello, – ¡Es la fantasía de un niño! Es tan genial, ¡quizá de mayor se convierta en escritor! Ni se te ocurra reñirle por ello, ¡tiene tanta imaginación!

– Sí, siempre y cuando no se lo cuente a su abuelo. Porque el viejo profesor le explicará rápidamente cómo funciona el universo.

– ¡Así que por eso eres tan aburrido!

– No soy aburrido, soy responsable.

– Y eso me hace aburrido.

Sonrió y se volvió para mirarme. Estaba demasiado cerca de él para no sentir nada. Sentí ganas de tocarlo, sentí ganas de besarlo.

Y lo hizo. Esta vez fue suave y lento, tocando sólo sus labios, pero hizo que mi corazón latiera más rápido y mi cabeza diera vueltas. Pasé la palma de la mano por su mejilla espinosa y él profundizó el beso, abrazándome.

– No, – dije, separándome de sus labios, recordando cómo podía acabar esto. Se irá. Todos se van y él se va, y no quiero volver a sufrir.

– Angie, vamos a intentarlo.

– No. No funcionará y lo sabes, por favor suéltalo.

– ¿Quién te dijo que no funcionará? 

– Yo sé más, Dan. Suéltame, – me quitó las manos de la cintura, pero no lo hizo más fácil. Sentía como si me estuviera sujetando con algo, pero no podía averiguar qué era.




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