El año nuevo había empezado ya desde hace tres meses, la fiesta de Nochevieja en la plaza del Ayuntamiento de Valencia ya no era un recuerdo muy reciente, aunque aún podía oler el sabor mezclado de cerveza y uva.
De aquella noche me llevé las bonitas luces leds que pusieron a ritmo de música, los miles de personas que invadieron las calles de Valencia Capital, los agentes de policía, nunca llegué a entender por qué todos los policías de España eran guapos y en fin mi madre, que iba más borracha que otros momentos; a saber que se acordará ella de aquella noche.
En los tres meses siguientes decidí dejar el instituto de idiomas y estudiar castellano desde casa, así nos ahorramos el dinero.
Unas tres veces a la semana llamaba a mis amigas de Italia, con las cuales pasaba horas charlando, me contaban sobre el instituto, los profesores, los exámenes.
-Ahora hemos empezado a hacer clase desde casa - me comentó Giorgia un día.
-¿Y eso? ¿Por el coronavirus?
-Sí, desde China llegó hasta aquí.
-Joder, a saber cuanto durará todo esto.
-Me recuerda mucho “El Decamerón”, de Bocaccio, cuando los chicos tuvieron que esconderse por la peste y allí nació la historia.
-Ya, si ahora mismo estuviera vivo, habría la secuela - comenté.
-Así es, pero en parte es mejor hacer clase online, ya que podemos hacernos chuletas por los exámenes.
-Hombre, este año van a aprobar todos.
-Lo más seguro.
-Por suerte estoy haciendo el año sabático - afirmé.
-Ahora te dejo que me voy a la cama.
-Vale, yo también me iré, mañana tengo que irme a Valencia.
La saludé y me fui a la cama con un sexto sentido muy negativo, igual había comido muy pesado y la digestión aún no había acabado.
Me desperté a las siete para acompañar a mi madre a Valencia.
-Buenos días, cariño.
-Buenos días.
-¿Has leído lo que está pasando en Italia?
-Sí, anoche hablé con Giorgia.
-Parece que se infectó alguien en Madrid, también.
-Jo… - dije.
“Hay bastante distancia para que no llegue aquí”, pensé llena de esperanza.
-Me visto y vamos.
-Sí, sí- afirmé poniéndome las zapatillas.
Bajamos cerca de Avenida Blasco Ibáñez y había un ambiente diferente, era un viernes por la mañana, pero las calles no estaban llenas de gente, los bares estaban vacíos, los gimnasios también, había aglomeraciones en el supermercado donde las personas salían con tres o cuatro bolsas.
“¿Qué está pasando?”, reflexioné.
-¡Joder!- exclamó mi madre.
-¿Qué pasa?
-Hoy el restaurante está cerrado, hay riesgo de confinamiento y no quieren abrir.
-¿Cómo?
-Al parecer hasta aquí llegó el.. el..
-Coronavirus, mamá.
-Eso.
-¿Qué hacemos?
-Compramos algo y vamos a casa, mejor quedarnos allí.
-Tenemos una hora de tiempo para que vuelva a pasar el autobús.
-Genial, vamos.
Entramos en el supermercado y la imagen que vimos parecía la representación de una escena de una película de ciencia ficción: personas cogiendo cuatro, cinco packs de papel higiénico, hasta quince litros de leche.
-Señora, tiene que dejar algo a los demás - dijo la cajera hacia una mujer mayor que compró todas las latas de tomate triturado.
-Vámonos a casa corriendo - afirmó una mujer a su hija de cuatro años, a la cual no se le podía ver la cara porque llevaba una mascarilla más grande que su rostro.
Yo y mi madre nos miramos e intentamos mantener la calma, cogimos el carrito y fuimos entre los pasillos.
-No hay leche - dije.
-Ni papel higiénico - gritó mi madre.
Nuestros miedos empezaron a expandirse y fuimos corriendo a ver si aún había frescos y allí estaban todos, cogiendo cualquier tipo de carne, de embutidos, empujándose entre ellos o insultándose.
“Este es el final del mundo y yo aún no he conocido el amor de mi vida”, pensé.