Cuando era pequeña veía los dieciocho años como un objetivo fijo; pensaba que desde aquel número toda tu vida cambiaba: podías hacer lo que querías, básicamente, salir hasta la hora que tú decidías, encontrar el amor verdadero, trabajar para gastarte el sueldo en los sueños propios, comprar alcohol y tabaco sin que te pidieran el D.N.I., aunque realmente estos dos no eran de mis intereses, pero pensar en que podía hacerlo libremente era diferente. La sociedad y ciertas personas pintan la llegada de los dieciochos como un evento único en tu vida y que le dará un cambio de 360 grados para siempre.
A las 23:59 del 8 de julio de 2020 estaba sentada en la terraza con mi madre, enfrente tenía un tiramisú y dos números que brillaban.
Faltaban pocos segundos y yo veía mi pasado, mi mejores y peores momentos pasarme por la cabeza, sin olvidar ningún detalle, empecé a mentalizar que mi vida en pocos segundo habría cambiado, mi adolescencia ya estaba a punto de acabar.
Pensé en la primera vez que vi un dibujo Disney y fingí desmayarme esperando el beso del príncipe azul; mi abuela, que a veces no me reconocía por videollamada, aún no podía olvidar el susto que le di aquel día.
Recordé todos los cumpleaños hechos en casa con una piscina hinchable y mis compañeros de clases comiendo wafles, y puntualmente, cada año, una tormenta se llevaba mi piscina.
Acordé todos los deportes probados: natación, baile, voleibol y mi pasión por la música que me llevó a tocar la guitarra por siete años seguidos.
Reviví todas las buenas y malas notas y con ellas cada vez que mi madre volvía del encuentro con los profesores enfadada, aunque en los últimos años regresaba a casa sorprendida de la mejora que tuve en los años.
Pensé finalmente en el gran cambio que di a mi vida cambiando País, idioma, cultura, sin duda fue una lección donde maduré mucho, aprendí hechos de la vida que antes desconocía, empecé a valorar más las pequeñas cosas que ofrecía la vida y por fin llegué en un País, entre unas personas, con una cultura en la cual me sentía en casa; muchos me preguntaban si me gustaba España, si echaba de menos a mi tierra y la verdad que mudarme fue la decisión mejor que tomé en mi vida, nunca volvería atrás. Pensando en todo mi camino, esto fue lo mejor, me di cuenta que no obstante los baches, los momentos difíciles no me arrepentía de nada, estaba feliz de mi vida, de mis cambios, de mis mejoras y de mis ganas de seguir evolucionando.
Ya era medianoche y soplé, con toda mis fuerzas, las dos velas que estaban puestas en la tarta, pensé en dos deseos: una mejora social y económica en mi presente y encontrar el amor de mi vida; tenía esperanza para poder realizar ambos.
Mi móvil, aquel día, sonó casi a todas horas, a partir de medianoche cuando mi mejor amiga, Carla, me felicitó, hasta el anochecer cuando me llamó mi tía, raramente, recordando que era mi cumpleaños.
Fue un día nostálgico, cada año lo era, pero aquel aún más; por la mañana me desperté, desayuné unos bollos que mi madre me había, amablemente, comprado antes de ir a trabajar, a las doce en punto empecé a prepararme para ir a comer al restaurante donde mi madre trabajaba; tardé una hora en arreglarme, me vestí con una falda y un top negro con un cubriespalda blanco que había comprado unos días antes en una tienda en Valencia; cogí mi bolsa de tela con un maravilloso dibujo de Frida Kahlo, mi pintora favorita.
Llegué al restaurante puntual y cuando entré todos los dependientes del restaurante se acercaron para saludarme y felicitarme.
-¡Qué guapa estás hoy! - me dijo Gabri, el chico que servía en la barra.
Me acompañaron a mi mesa y salió mi madre para saludarme, estaba preciosa con el traje de cocinera, parecía hecho a posta para ella.
-¿Qué quieres comer, amor? - me preguntó.
-Una pizza, jamón y mozzarella de búfala, como siempre.
-Perfecto.
Era un viernes y extrañamente nadie fue a comer, así que tuve todo el local para mi, los celebramos comiendo todos juntos y sacando, sucesivamente, un buen postre con más velas y de consecuencias más deseos.
Por la noche había mucha faena en el restaurante, así que decidí dar un paseo por la playa sola y estar un poco conmigo misma, me llevé una toalla para sentarme y un libro que me habían regalado aquel mismo día.
Las olas del mar eran mi sonido favorito y el único que podía distraerme de mis pensamientos, ir a la playa para mi era como una terapia en los momentos más difíciles y tristes.
Amaba el mar, porque allí era donde no habían distinciones entre las personas: daba igual si eran altas, bajas, gordas, delgadas, franceses, españolas, árabes, hombre y mujer, anciano y niño; al mar le daba igual todo esto, cuando alguien se acercaba a él ya no tenía un rol, solo era un ser de emociones y sentimientos, del mar teníamos solo que aprender.