El mundo se abre como una herida helada cuando la niebla se despeja y deja ver las Montañas Sangrientas.
No existe amanecer: solo un resplandor oxidado, tan tenue que parece salir de la piedra misma. El viento no sopla, corta; acaricia con la indiferencia de una hoja recién afilada y se queda bajo la piel, allí donde ya no hay calor que lo expulse.
Sebastián se detiene en el lomo de un espolón rocoso y deja que la atmósfera haga inventario de su nueva carne. La bestia se alza un par de pasos detrás—espalda arqueada, alas atrofiadas pegadas al costado—y olfatea el aire metálico con cautela reverente. Ambos observan el paisaje sin prisa: valles hendidos como gargantas, crestas que chisporrotean cristales rojos, bloques de piedra sembrados de estalactitas horizontales. Cada relieve parece el recuerdo petrificado de un cataclismo todavía respirando.
En silencio, entienden la regla esencial del bioma: todo lo que vive aquí hiere, sea por filo, por hambre o por frío. Y esa certeza en lugar de repelerlos los llama como un tambor lejano.
Avanzan.
La pendiente cede bajo sus pies desnudos, no con crujido de grava sino con un gemido hueco: la roca contiene venas vacías donde alguna vez corrieron ríos de lava o sangre fosilizada. Gotas de escarcha sanguinolenta resbalan desde los bordes y se parten antes de tocar el suelo, esparciendo astillas que tintinean como campanas rotas. Con cada paso, Sebastián siente el corazón de espinas ajustar su cadencia al pulso subterráneo: un latido grave, monótono, que anuncia el primer acto de una cacería sin tregua.
—Eres bienvenido—parece decirle la montaña—pero solo si sabes morder.
Sin hablar, él asiente.
La bestia flexiona las garras y, juntos, se internan en la garganta roja que los conducirá al primer abatimiento del día.
La garganta se traga la luz oxidada y la reemplaza con un fulgor más denso, como si las paredes exhalaran un calor muerto atrapado siglos atrás. Las rocas ya no solo hieren: sus filos se mueven, se expanden, se retraen con la respiración de la montaña, como costillas de un animal enterrado que aún sueña con masticar carne viva.
Sebastián y la bestia descienden sin palabras. El aire se espesa con olores: no frescos, no vivos. Es el aroma de la sangre seca mezclada con polvo de médula, el aliento de los que cayeron sin siquiera gritar.
La criatura se adelanta unos pasos. Su zumbido se agudiza y vibra contra las paredes. Sebastián lo comprende: algo se acerca. No un depredador. Un carroñero. Uno grande. Uno que limpia lo que la montaña desecha.
Las piedras tiemblan bajo sus pies desnudos. Un ruido húmedo los envuelve: arrastre de escamas, fauces golpeando roca. Entonces, la criatura surge: un ser reptante, alargado como un gusano de hueso, con placas afiladas en el lomo y múltiples ojos cubiertos por membranas negras. No emite rugido. No ruge. Solo respira.
Y esa respiración es todo lo que necesita para anunciar su hambre.
Sebastián no espera. Su cuerpo reacciona antes de que piense. Salta hacia un saliente, mientras la bestia se desplaza en espiral, flanqueando. El gusano embiste, pero no tiene precisión: depende del eco, del calor. Sebastián lo engaña, lanza una piedra contra un punto vacío. El depredador muerde aire y expulsa una bocanada de vapor ácido.
Sebastián cae sobre él. No con furia, sino con método. Clava los dedos entre placas. La bestia aprovecha, muerde la base del cráneo segmentado y lo retuerce. El chasquido que sigue no es de hueso: es de voluntad rota.
Cuando la criatura deja de moverse, no hay triunfo. Solo respiraciones entrecortadas. Solo sangre negra derramándose en el suelo y siendo absorbida por la montaña, como si esta bebiera para alimentar algo más profundo.
Sebastián observa su brazo: está cortado desde la muñeca hasta el codo. La bestia se acerca, lame con lentitud. La saliva cauteriza. Duele, pero cierra.
Siguen sin hablar. No porque no puedan. Sino porque aquí, cada palabra que no es necesaria puede costar un diente, o una mano, o la lengua.
Avanzan.
Más adelante, encuentran una grieta que expulsa vapor tibio. Se internan. Dentro, la caverna se curva hacia abajo, como una garganta de la propia montaña. El calor es sofocante, pero no abrasador. La piedra gotea sangre mineral: hilos viscosos que bajan desde el techo y se incrustan en el suelo. Sebastián extiende la palma. La sangre lo reconoce.
No lo quema. No lo hiere. Lo nutre.
La bestia se sienta. Vigila. Sebastián, en cambio, se arrodilla. Bebe. Una gota. Dos. Tres. El corazón de espinas late con un retumbar más grave. Una raíz negra brota por debajo de la clavícula, recorre un centímetro, se detiene. No duele. Solo crece.
Sabe que esta tierra quiere algo de él. Y que solo lo obtendrá si le rompe todo lo que aún quede blando.
Al fondo, se abre un corredor estrecho. Se preparan.
La montaña todavía no ha mostrado lo peor.
Y Sebastián… ya no pregunta qué vendrá. Solo se afila.
Como la piedra.
Como la grieta.
Como el hambre que lo hizo subir hasta aquí.
El estrecho se abría como una herida, y más allá, en su centro, se revelaba una cámara de piedra. No era amplia, pero sí profunda. Sus paredes estaban cubiertas por cristales rojos y vetas negras que brillaban con luz interior. En el centro, un charco oscuro burbujeaba con lentitud, como un corazón que latiera solo cuando nadie lo miraba.
La bestia se detuvo en la entrada.
Sebastián la imitó.
El lugar ofrecía abrigo. Pero también pesaba.
Como si algo —alguien— lo habitara.
Aún así, entraron.
Buscaron un rincón elevado, lejos del charco. Una plataforma de roca rota, desde donde podían vigilar. Sebastián marcó el suelo con sus dedos manchados: tres líneas torcidas, cruzadas, repetidas. No eran símbolos. Eran advertencias.
El suelo tembló antes del rugido.
No un rugido en el aire. Un rugido en la roca.
Como si la piedra hubiese contenido un grito por siglos y ahora lo exhalara por cada vena mineral que atravesaba la caverna.