E l í a s
Aun sabiendo que todo era mentira, siempre trataba de ser el mejor esposo falso, si es que eso tenía alguna lógica, igual lo intentaba.
¿Pero qué conseguí después de pasar horas en el supermercado en busca de hacerle una rica cena a mi esposa?
A ella rogando que mi existencia fuera nula para meter a tres mocosos al apartamento.
Estaba tan molesto, que deseaba tener algún superpoder y mandar a todos a volar y no por haber traído a alguien al apartamento, como ella pensaba, sino por mentir y ocultarnos del resto de la gente tan fácilmente.
Aunque no sabía si tenía el derecho de criticar a otro por mentir.
¡De igual forma estaba molesto!
Y otra cosa más, ¿Qué mierda les enseñaban a los niños hoy en día en la escuela?
Una de las compañeras de Elizabeth estaba prácticamente sobre mí, mientras que la otra tragaba como si no existiera un mañana y, por último, estaba el mocoso que moría por meterse entre los pantalones de mi esposa.
¿Lo peor del caso? ¡Ella se lo permitía!
No había podido probar nada de mi cena porque después de llegar al restaurante lo único que hacía era tratar de hacer señas a Elizabeth para que apartara a ese mocoso de su cuello, pero ella no hacía absolutamente nada, incluso podía asegurar que lo estaba disfrutando.
Aparté a la pequeña garrapata de mi lado y eso logró llamar la atención de Elizabeth, quien esquivó mi mirada y miró a mi pegajosa acompañante, pero sus miradas me valían mierda mientras permitiera que ese niño siguiera pegado a ella.
Aceptaba que el mocoso no era feo, sería estúpido negar lo innegable, podía darse el lujo de coquetear con la chica que quisiera, pero no con Elizabeth.
¡Con ella no, maldición!
—¿Te vas a comer eso? —la pelinegra, Cailyn, apuntó hacia mi hamburguesa intacta—. No podemos dejar que la comida se pierda. Si no vas a comerla, compártela.
Empujé mi plato en su dirección y mis ojos se abrieron en asombro por lo mucho que comía, esta niña parecía tener el estómago de una vaca.
—¿Sucede algo? —preguntó la garrapata—. No probaste nada de tu comida.
—Todo bien, solo que de repente mi apetito se arruinó —dije levantándome, y mirando hacia el mocoso para qué captará mi indirecta, pero él siguió muy entretenido con mi esposa—. Voy al baño.
Fui lo más rápido que pude al maldito baño y al verme solo, solté un par de maldiciones. Tenía que encontrar una forma de desahogarme, porque de no hacerlo, de seguro que en cualquier momento mi cabeza terminaría explotando.
Abrí el grifo y salpiqué un poco de agua sobre mi cara. Llevé la vista al espejo y me miré con detenimiento, autojuzgándome por estar actuando como un idiota sin ningún motivo.
—Amigo, ¿Qué pasa contigo? —me pregunté a mí mismo—. Ni siquiera es su obligación guardar fidelidad alguna —me miré otra vez al espejo y por segundos me imaginé a Elizabeth con ese mocoso—. ¡Mierda, no, sobre mi cadáver!
Me sobresalté cuando escuché tras de mí una puerta abrirse. Un tipo iba saliendo de uno de los cubículos y notar su expresión de extrañeza fue más que obvio que escuchó mis estúpidas divagaciones.
—El desahogarse… —le dije—. Es una buena terapia.
—Si… claro
Luego de lavar sus manos con rapidez salió del baño y casi muriéndome de la vergüenza, salí tras él para ir a la mesa.
Podía decirse que iba un poco más relajado y que de alguna forma podría tener la paciencia para terminar la noche sin querer ahorcar a cierto mocoso seductor de mujeres casadas. No obstante, aquella noche las sorpresas no tenían planeado terminar porque justo cuando abrí la puerta conseguí a la señorita garrapata muy sonriente.
Ella se acercó peligrosamente y colocó su mano sobre mi pene.
Repito, ella colocó su mano en mi jodido pene sin pudor alguno.
¡¿Qué mierda?!
—Quiero pensar que tu mano terminó sobre mi pene por accidente.
No pareció captar que su acción me fue totalmente desagradable, porque a pesar de mi grima bastante visible, seguía con su mano en mi paquete y al contrario de mi actitud, ella lucía muy divertida de todo esto.
—Eres tan chistoso —Me dijo, pero esta vez dejando la sonrisa—. Dejemos las bromas y pasemos a la acción.
Vi cómo se abalanzó sobre mí, pero agradecí que mis reflejos fueran lo suficientemente rápidos para poder lograr esquivar su loca y alborotada boca adolescente.
—Deberías calmarte —le aconsejé, mientras la tenía sostenida de sus hombros—. ¡Por dios, eres una niña!
—¿El problema es la edad? Pero es que a mí no me importa que seas mayor.
Cerré mis ojos con fuerza para tratar de encontrar la paciencia que necesitaba para esta mocosa.
—Dale, nena, a la mesa —la empujé fuera del baño—. No me apetece follar en un baño y terminar en la maldita cárcel.
Ya por fin su delgado cuerpo dejó de poner resistencia y logré llevarla hasta la mesa, pero creí que hubiera sido mejor quedarme en aquel baño, corrección, hubiera sido mejor nunca haber aceptado venir aquí.