La brisa helada arrastró la ceniza del cigarro, esparciéndola en el aire como si fuera parte de mí mismo, deshaciéndose lentamente hasta desaparecer. Me quedé observando el brillo tenue en la punta, consumiéndose con cada bocanada, igual que mi propia existencia.
Mi teléfono vibró otra vez. No tenía que mirarlo para saber que era Eva. En estos dos meses, no había dejado de insistir, llamándome, enviando mensajes, tocando a mi puerta. No sé por qué sigue intentándolo. ¿No entiende que no hay nada que salvar?
La lluvia arreció, mojándome hasta los huesos, pero no me importó. De hecho, lo agradecí. El frío me hacía sentir algo, aunque fuera solo el maldito escalofrío recorriendo mi espalda. Lo prefería a la nada, a este vacío que me devoraba por dentro.
No debería haber salido. No debería haber permitido que estos pensamientos se filtraran otra vez, pero cada noche es lo mismo. Mi mente regresa a ese día, a la imagen de Linda caminando hacia el altar, su vestido blanco arrastrándose como un sueño que jamás me perteneció. Sonreía. Su rostro estaba iluminado por una felicidad tan pura, tan inmensa, que me dejó sin aire.
No era por mí.
Nunca fue por mí.
Y aunque me prometí que aquel día sería el último en el que la amaría, aquí estoy. Meses después. Incapaz de soltarla, incapaz de arrancarme esto del pecho. Es como si el amor se hubiera convertido en veneno, en algo que corroe mis entrañas, pero que me niego a escupir.
El cigarro llegó a su fin, quemando la yema de mis dedos. Lo dejé caer, viendo cómo el agua se encargaba de apagar las últimas brasas. Ojalá fuera así de fácil.
Mi reflejo en un charco cercano me devolvió la mirada. Vacío. Perdido. Un caparazón de alguien que alguna vez tuvo esperanza, que alguna vez creyó que podría ser suficiente.
Eva tenía razón, necesitaba salir, pero no de casa. De mí mismo. De esta espiral interminable de lamentos y arrepentimientos.
Pero ¿cómo se escapa de algo que llevas dentro?
Volví a meter las manos en los bolsillos, sintiendo la vibración de mi teléfono una vez más. No sé qué era más desesperante, mi propia miseria o el hecho de que aún había alguien que se preocupaba lo suficiente como para intentar alcanzarme.
No respondí. No respondí porque sabía que si lo hacía, Eva me recordaría algo que no quiero escuchar:
Que la vida sigue.
Que debo seguir.
Pero ¿y si no quiero? ¿Y si ya no me queda nada más que esto?
Solo un cigarro consumido.
Solo la lluvia borrando mis huellas.
Solo la certeza de que la única persona a la que he amado nunca fue mía.
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Editado: 10.03.2025