Tres años pasaron desde entonces. Ósver estaba sentado en el suelo de la sala. El día anterior había cumplido cinco años, y ahora su abuela estaba en la cocina preparando el desayuno. Él estaba rodeado de serpentinas, envolturas de golosinas y restos de migajas de la torta de cumpleaños. Observó los globos colgados en el techo y en las paredes, así como la piñata hecha tiras. Recordó cómo había roto la piñata a palazos y que no pudo recoger los caramelos y juguetes que caían de ella, puesto que los niños que estaban en la fiesta eran más grandes y rápidos que él. Ósver aún no tenía amigos propios; todos los invitados eran hijos de amigos y parientes de sus abuelos. También recordó cómo unos niños desconocidos y andrajosos se habían asomado por la puerta y deseaban entrar para recoger algunos dulces que cayeron de la piñata. De repente, mientras recordaba su fiesta de cumpleaños, escuchó el llamado de su abuela desde la cocina. Ella se acercó a la sala, y le dijo:
—Hijo, ¿qué haces aquí solito? Tu desayuno ya está listo, vamos a la cocina
Ósver caminó junto a su abuela por el pasillo hasta llegar a la cocina. Mientras ella abría la puerta, él se desvió hacia su habitación en busca de un avión de plástico, el juguete que más le gustaba, de los que le habían regalado en su fiesta de cumpleaños. Regresó a la cocina entretenido con su avión, y le sirvieron su desayuno: una generosa taza de avena con leche, acompañada del típico pan de la ciudad relleno con mantequilla y queso. Miró a su abuela, y le dijo:
—Mamá Lucía, ¿cuándo podré salir a jugar a la calle? Siempre escucho a los niños jugando afuera, y sus papás sí los dejan salir. ¿Por qué yo no puedo salir?
—Todavía eres pequeño, acabas de cumplir cinco años, pero le voy a decir a Filomena que traiga a su hijo para que venga a jugar contigo o tú vayas a su casa, pero no en la calle —respondió la abuela Lucía.
Doña Filomena era hija de don Mario, un enfermero técnico jubilado que había trabajado en el antiguo hospital convento San Antonio de Padua del complejo betlemítico de la ciudad
de Moquegua, tenía dos hijos: don Guillermo y doña Filomena. Ella tenía un hijo llamado Édgar, de cinco años. Ellos vivían al frente de la casa de Ósver. Aunque fueron invitados a la fiesta de cumpleaños; no pudieron asistir porque estaban de viaje.
Ósver terminó su desayuno, cogió su avión de juguete y se dirigió hacia la sala para entretenerse de diversas formas: jugando debajo de la mesa con los globos, enrollando y desenrollando serpentinas, manipulando cadenas de papel seda y cualquier otro objeto que captara su interés. Ya habían pasado tres horas. Ósver estaba aburrido y sucio después de jugar tanto en el suelo. De repente, oyó un ruido en la calle, se acercó a la ventana y vio a Édgar tomado de la mano de su madre Filomena. Ósver abrió la ventana y, tras las rejas, gritó:
—¡Señora, por favor, dígale a mi abuelita que me deje salir a jugar con su hijo!
—¿Cómo te llamas? —preguntó doña Filomena.
—Ósver —respondió.
—Le diré a tu abuelita, pero depende de ella si te deja salir a jugar con mi hijo.
Doña Filomena conversó unos minutos con la abuela Lucía y logró convencerla de que dejara salir a Ósver a jugar en su casa con su hijo Édgar. La abuela Lucía aceptó bajo la condición de que doña Filomena se hiciera responsable y lo vigilara a cada momento; doña Filomena estuvo de acuerdo.
—Hijo, vas a salir a jugar a la casa de doña Filomena con su hijo Édgar. No hagas travesuras, pórtate bien. Dentro de una hora te voy a buscar.
—¡Sí! —exclamó Ósver.
Lo cogió de la mano y lo llevó a la casa de enfrente, donde vivían doña Filomena y Édgar. Al entrar, Ósver miraba con curiosidad a su alrededor; cada detalle era una novedad: los colores de las paredes, los cuadros y adornos de las repisas, el aroma de la casa, todo le parecía diferente. Édgar lo condujo hacia el fondo, donde tenían un huertito, un gallinero y un criadero de cuyes. En el huerto, había un par de tortugas; era la primera vez que Ósver las veía tan de cerca que le daba miedo tocarlas, mientras que Édgar estaba acostumbrado a manipularlas.
—No les tengas miedo, no hacen nada —dijo Édgar—. Mira, así tienes que agarrarlas.
Cogió una por el caparazón y se la dio. Ósver sintió con sus manos la rugosidad y dureza del caparazón de la tortuga.
—Ya ves, no hacen nada. Ahora vamos a jugar al «Rally Tortugués». Voy a conseguir los pilotos. ¡Vamos, acompáñame!
Ósver pensó que los pilotos eran soldaditos verdes de guerra, pero para su sorpresa, resultaron ser caracoles: babosos, pegajosos y grandes. Édgar tomó dos caracoles y los colocó encima de cada tortuga. Con su mano, removió tierra para crear una pista improvisada. Ósver lo observaba con asombro, impresionado por la habilidad y destreza de Édgar, al construir de manera tan rápida una pista de tales proporciones. Él preparó la pista para que las dos tortugas compitieran en línea recta, añadiendo algunas cañitas en la partida y hojas secas en la meta. Édgar sabía cuál era la tortuga más rápida, a la que llamaba: «Meteoro». No quería perder en su propia casa; estaba decidido a ganar su primera batalla y dejó todo listo para la gran competencia.
—¡Vamos, Meteoro, corre más rápido, ¡tú puedes! —Exclamó Édgar con gran entusiasmo.
Contagiado por su nuevo amigo, Ósver se emocionó y empezó a gritar:
Editado: 02.12.2024