Game Ósver

La pelea

Montado en su patineta, Ósver vio a Adolfo y su hermana Ailice paseando con sus patines en el parque. Cuando se dio cuenta de que ellos lo vieron, apretó los dientes y bajó impulsándose para presumir sus habilidades de Skater. Una vez abajo, Adolfo, le preguntó:

—¿No te da miedo bajar por ahí?

—Más o menos. ¿Son nuevos? —preguntó Ósver señalando sus patines—, ¿dónde los compraron?

—Mi mamá fue a la capital y los compró; son los últimos modelos de patines.

Ailice se percató que Kike estaba arriba, a punto de deslizarse en su patineta, y dijo:

—Hermano, ahí viene el Chino de la cochera.

Adolfo se dio cuenta y también miró a Ósver, pensó: «¿Todavía te juntas con él?». Luego dijo:

—Vamos, hermana, que viene el Chino tarta.

Don Pablo, el padre de Kike, le decían: «Tarta» porque era un poco tartamudo. Él era taxista y dueño de una amplia cochera que también funcionaba como lavadero de carros. Los vecinos de la cuadra, incluido el padre de Adolfo, guardaban sus carros ahí. Kike no tartamudeaba, pero algunas personas lo llamaban con el apodo de su padre. Odiaba ese apodo; sentía que cuando se lo decían, se burlaban de su padre.

Kike, ya abajo, escuchó lo que le dijo Adolfo. Se levantó de su patineta, corrió hacia Adolfo y lo agarró del cuello, y le dijo:

—¡¿Dónde escuchaste esa palabra?! ¡Dímelo!

Adolfo no respondió, pero había escuchado a su papá llamar así al señor Pablo. Kike, al no recibir una respuesta y sin importar que Adolfo tenía los patines puestos, le dio un golpe hasta hacerlo caer, y estando en el suelo le propinó otro más. Ósver se quedó inmóvil. Ailice estaba llorando; nunca había presenciado algún tipo de violencia, dado que sus padres jamás le habían levantado la mano. Ósver reaccionó tarde; separó a Kike para que no siguiera pegándole a Adolfo. Ailice intentaba levantar a su hermano, y Ósver se acercó para ayudarla. Sin embargo, Adolfo no permitió que Ósver interviniera. Con la mejilla hinchada y la nariz sangrando, le dijo:

—¡Suéltame, tú eres igual que él! ¡Son unos cochinos harapientos!

Adolfo y Ailice siempre estaban bien vestidos y pulcros, con ropas de marcas reconocidas. Tenían una variedad de ropa para distintas ocasiones, ya sea cuando salían con sus padres a visitar a algunos familiares, o cuando jugaban en la cuadra, pues eran cuidadosos y no se ensuciaban mucho. Esto contrastaba con la apariencia de Ósver y Kike. Aunque no eran pobres y solían bañarse todos los días, siempre llevaban el mismo short y polo agujereado durante todo el día. No tenían mucha variedad de ropa disponible, así que reutilizaban la misma. Solo se cambiaban de ropa para ir al colegio y para dormir.

Kike, al escuchar lo que dijo Adolfo, se lanzó de nuevo a embestirlo, pero esta vez fue detenido por Garabato, quien había bajado al ver lo que sucedió. Kike enfurecido con la vena hinchada de su frente, le espetó:

—¡Repítelo, hijo de puta, repítelo!

Adolfo, dolorido y lloroso, se quitó los patines y se calzó las zapatillas, al igual que Ailice. Mientras Kike seguía insultándolo, Garabato lo retenía.

—¡Vámonos, hermana, esa gentuza es así! —exclamó Adolfo, queriendo que escucharan su comentario desdeñoso.

—¡Regresa! ¡Eres un cobarde! ¡Cuando te vea, te voy a sacar la mierda! —dijo Kike, en medio de una profunda furia, con los puños apretados y los dientes rechinando.

Mientras tanto, Ailice jalaba del brazo a su hermano, casi arrastrándolo calle arriba por Ayacucho, donde Kike y Ósver se habían deslizado minutos antes. Luego se alejaron, y ya no se les vio.

—¡Cálmate, ya se fue, déjalo, ya le pegaste! —le dijo Ósver.

—Son unos riquillos esos niños, se nota a leguas —dijo Garabato para consolarlo y otras palabras de ánimo. Pasados unos veinte minutos añadió—: ¡oye, te van a acusar con tu papá, mejor es que te vayas!

—Mi viejo si se entera me va a matar. ¡Vámonos! —dijo Kike.

Al llegar a la casa de Kike, doña Clara, la mamá de Adolfo, estaba afuera, con los brazos cruzados y la mirada de quien ya había echado pleito. Había hablado con el papá de Kike y parecía lista para irse, pero antes de hacerlo, clavó los ojos en Ósver y le dijo:

—No quiero que mis hijos se junten contigo, porque tú te juntas con este niño —señaló a Kike—. Mis hijos ya no irán donde la profesora Herlinda. —Y doña Clara se retiró.

A los segundos salió don Pablo, el padre de Kike. Un hombre grande e imponente. Se rumoreaba que era un gran peleador igual que sus hermanos. Miró a Kike, y le dijo:

—¿Qué haces ahí afuera? ¡Pasa!

Kike apenas cruzó la puerta cuando su padre lo agarró de la oreja y lo arrastró hacia adentro. No hubo gritos ni regaños, solo el sonido seco de la puerta cerrándose detrás de ellos. Él sabía lo que venía: «El San Martincito», un chicote de tres puntas, hecho de cuero curtido de res y diseñado para impartir lecciones que dolían más allá de la piel. Esa tarde, don Pablo estaba decidido a demostrar que el cuero servía para algo más que adornar.




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