Game Ósver

Ratas huyendo del fuego

Ellos caminaron hacia el parque Santa Fortunata. Una vez ahí, vieron a unas colegialas que ensayaban danzas folclóricas en el centro del parque. Ósver, Edú y Kike se sentaron en una esquina del parque. Los carnavales ya habían terminado, pero ellos querían disfrutar de su última noche de diversión.

—Muchachos, cuando las chicas se vayan, alguna de ellas quedará sola. Sin embargo, por ahora no podemos hacer nada, ya que su profesora está con ellas. Debemos ser cuidadosos —dijo Edú.

Poco a poco, las colegialas se iban retirando en grupos: de cinco, de seis, de diez, hasta que una chica se alejó sola por la calle Lima en dirección al colegio Parroquial.

—Ahí va una, está sola. Es nuestra oportunidad —dijo Kike.

Kike fue llenando sus manos de harina. Estaba a un metro de pintarla, pero de repente ella volteó y logró agarrarle la manga de la camiseta.

—¡Auxilio, policía! ¡Ayúdenme! ¡Un ladrón me está robando!

Kike intentó hablarle de manera calmada, y le dijo:

—Por favor, no grites. No quiero robarte, solo quería pintarte por carnavales.

—¡Auxilio! ¡Policía!

La gente comenzó a salir de sus puertas y ventanas, pues el griterío de aquella adolescente era estruendoso. No pasó mucho tiempo hasta que a lo lejos apareció un patrullero policial. Ósver y Edú, al ver el patrullero, se metieron entre el forcejeo de Kike y la colegiala hasta que lograron liberarlo, y los tres subieron corriendo por la calle Tarapacá rumbo al complejo Belén para ocultarse. Ellos corrían como ratas huyendo del fuego sin saber si eran perseguidos o no por la policía, aunque escuchaban la sirena a lo lejos. Cuando llegaron, se dirigieron a la enfermería abandonada que estaba en el centro del parque, donde había dos palmeras de dátiles. Subieron al techo y se adentraron en la azotea de mojinete. El techo de la enfermería estaba hecho de tablones de madera; muchos estaban rotos y colgaban de las vigas como si fueran cadáveres, mientras que otros ya habían caído.

—¡Guau! Está bastante sucio aquí adentro. Ahora, ¿cómo llegamos al otro extremo? ¡Nos vamos a matar! —dijo Ósver, mirando los tablones caídos que dejaban ver las camillas abandonadas abajo.

—Tranquilos, síganme, pisen donde yo pisé —dijo Edú.

—Oye, Nerito, ¿sabes por dónde pisas, no? —preguntó Kike.

—Claro, pe, Chino Kike, ¿no confías en tu amigo, tu causita?

Edú sabía bien cómo cruzar esos quince metros de techo. No era la primera vez que se arrastraba por ahí; lo hacía cada vez que escapaba de su casa por problemas familiares. Era un camino de escape que había recorrido más veces de las que podía recordar. Pasaron varias horas observando desde la ventana del techo de mojinete. El complejo Belén era un océano de sombras, sumido en la oscuridad total debido a la falta de postes públicos, una situación que llevaba más de treinta años.

—¿Ves algo por la ventana? —preguntó Kike.

—Vengan, acérquense, ¡miren! Se acerca una sombra, ¿quién es? —preguntó Edú.

—Cierto, al fondo, por las gradas del campanario —respondió Ósver.

—Oye, pero se acerca despacio —dijo Kike.

—Debe ser el condenado, je, je —bromeaba Edú con una risa nerviosa, haciendo referencia a un viejo cuento moqueguano de terror.

—¿El condenado usa bastón? Porque ha caminado hasta aquí abajo y está tratando de abrir la puerta de tu casa —dijo Ósver.

Kike y Edú volvieron a mirar por la ventana, y Edú dijo:

—¡Ah! Es el Tío Cuento, tiene su cuarto al fondo en mi casa, por la lavandería.

El Tío Cuento era un octogenario que, en su juventud, había sido enfermero en el Convento Hospital Betlemítico de San Antonio de Padua. Solía entretener a los niños y pacientes internados contándoles historias para hacer más llevadera su estancia en aquel nosocomio. Sin embargo, la vida no lo trató de la misma manera; su esposa e hijos lo habían abandonado. Ya en su vejez, residía en un pequeño cuarto en casa de la señora Sol, madre de Edú, quien mostraba gran generosidad con él. Además de proporcionarle alojamiento y alimentos, le daba propinas.

—Pensé que era algún policía —dijo Kike.

—Hay que bajar. Si la policía nos hubiera perseguido, ya estaría aquí, ¿no creen? —preguntó Edú.

Bajaron y se pusieron a conversar en las gradas de la casa de Ángel, frente al parque donde estaban las dos palmeras de dátiles. Ángel, al ver que sus amigos estaban en sus gradas, los llamó y ellos subieron.

—Oye ¿Qué comes? —preguntó Edú.

—Pinchón de paloma. ¿Quieren probar? Tengo bastante en la olla —dijo Ángel.

—¡Guácala! No me gusta, sabe a cuy, pero con alas —dijo Ósver después de que le invitaron un pedacito de carne.

—Sabía que no te gustaría. Tú tienes gustos exquisitos, a todo le haces asco —dijo Kike.

—¿Qué puedo hacer? No me gusta el cuy, y si tiene sabor a cuy, no me va a gustar, menos si tiene alas, parece un cuy mutante.

—Ya, ya, no se peleen chicos, mejor me ayudan a casar palomas en la plaza de Armas. Nos vamos a las cinco de la mañana. Nos sentamos en unas bancas, echamos maíz amarillo al suelo y todas las palomas van a venir a comer. ¿Qué dicen? ¿Se animan? No habrá nadie —dijo Ángel.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.