Esa misma noche llegó Ósver a la casa de Edú, ocultaron el peluche y lo hicieron pasar.
—Mi hermano me comentó que ella suele ir algunos fines de semana a la discoteca El Móvil con sus amigos de la calle Huánuco, y este fin de semana parece que tienen planeado ir —dijo Edú.
El Móvil Rock Live era la discoteca más popular de la ciudad. Era el epicentro de la juerga y las noches bohemias de la crema moqueguana. Muchos grupos musicales de la capital que estaban en la cima de la popularidad se presentaban ahí.
—¿Al Móvil? Asu, me la pones difícil —dijo Ósver, vacilante con ese plan.
—¿Acaso no eres un hombrecito? —preguntó Edú—. Ya es hora de dejar la niñez y de coleccionar Taps de Pokémon. Los hombres que salimos con mujeres vamos a las discotecas y esperamos el momento indicado para dar el gran paso en la cama.
—Ya pues, ni modo —dijo Ósver resignado a la idea de ir a la discoteca—. Tengo que hacer sacrificios si quiero avanzar con ella, ¿no es cierto?
—A mí tampoco me gustan las discotecas, pero iré. Espero no aburrirme —dijo Kike.
—Pero hay un pequeño detalle... Kike y yo no tenemos plata para pagar la entrada. Además, voy a invitar a una amiga para que vaya con nosotros. Tendrás que invertir en las entradas; son diez soles por cabeza.
Ósver, en la discoteca, llevaba puestas unas viejas zapatillas de imitación que había comprado con sus propinas, junto con unos jeans y una polera azul marino. Edú bailaba con su amiga, Kike y Ósver estaban sentados en unos sofás alrededor de la discoteca.
—Pásame veinte Luquitas, quiero comprarle una bebida a mi amiga —dijo Edú, sin vergüenza alguna—. Ya no me pongas esa cara, te dije que es una inversión. Espérame un ratito, voy a hacer que Ailice se fije en ti. Confía en mí, deja de poner esa cara.
Ósver no veía a Ailice por ningún lado, pero después avistó a su hermano Adolfo con algunos amigos de la cuadra. Con esa señal, concluyó que ella debía de estar ahí, en algún lugar, quizás sentada en algún rincón.
Kike y Ósver, además de tener dos cosas en común como los ojos rasgados y el mismo apellido, se dieron cuenta que tampoco les gustaban las discotecas, y menos bailar. Observaban como Edú se divertía con su amiga al ritmo de El baile del azúcar, de la Charanga Habanera. Cuando ellos terminaron de bailar esa canción, Ósver buscaba a Edú con la mirada, pero él había desaparecido de la pista de baile. Luego se escuchó:
—¡Ha llegado la hora del amor! Aquí enviamos un saludo cariñoso a la exquisita y rica Ailice, cortesía de su amado Ósver, el gordito lindo que se encuentra sentado en los sofás. ¡Ósver, levanta la mano y hazle saber tu amor!
Era el DJ con sus saludos rimbombantes escritos en un papelito que Edú le había dado. Al escuchar esos saludos, Ósver salió disparado como una bala de magnum 500 de la discoteca. Su corazón latía desbocado al saber que todos, por así decirlo, estaban al tanto de su amor loco y cobarde por una chica a la que ni siquiera él se le atrevía a hablar.
«Necesitas ir a un loquero, a un psiquiatra», pensó mientras estaba sentado en el parque dentro del complejo. Entonces, comenzó a sentir una pesadez en las piernas y la cadera. Similar a cuando había ido a cazar palomas semanas atrás en la plaza de Armas. Dos horas después, aparecieron Edú y Kike. Ósver caminaba con una expresión de cansancio. No le reclamó nada a Edú por lo sucedido; solo quería que le diera las mismas pastillas de la otra vez.
—Menos mal que saliste corriendo —dijo Edú—, porque el hermano de Ailice estaba como loco buscándote. Decía que te quería matar, nos encaró y nos dijo: «Si lo llego a ver, lo cuelgo de los huevos».
—¿Así? Quiero que lo diga en mi cara cuando vaya este lunes al colegio. Ahí veremos si es tan machito como para colgarme de los huevos, como él dice —dijo Ósver Exhausto, y con un gesto de amargura en el rostro—. ¿Tienes las pastillas que me diste la otra vez?
Edú le dio las pastillas. Luego, se retiró y en su casa se las tomó.
Editado: 06.01.2025