Los meses pasaron y Ósver se volvió ensimismado y poco sociable en el colegio. Se sentía agotado, y la pesadez de su cuerpo se hacía cada vez más recurrente. Además, tenía que soportar la tortura de ver a Ailice todos los días en el patio durante el recreo. Pero eso terminaba a la hora de salida. A su regreso a casa, se lanzaba sobre las ollas como un salvaje, y devoraba los festines que su abuela había preparado para él con una generosidad que solo subrayaba su fracaso.
Un día, Kike lo buscó y, como en los viejos tiempos, se fueron a jugar con las nuevas consolas de PlayStation y Nintendo 64. Escogieron las galerías Balta, un edificio recién construido que había causado la quiebra de muchos de los antiguos locales y casas de videojuegos de la ciudad, ya que gran parte de los negocios de la galería dependía del alquiler de videojuegos.
—Sigues siendo mi hijo, no me ganas ni una sola partida —dijo Ósver.
—¡Por qué nunca te puedo ganar! Sin duda eres un vicioso —dijo Kike.
—¿Quién soy yo? ¿Con quién estás? —preguntó Ósver, burlándose de Kike—, tienes que contestar con papá, ¿acaso no lo sabes? Ja, ja, ja.
De repente, un muchacho que estaba jugando solo percibió que Ósver derrotaba a su amigo una y otra vez. Se le acercó, y le dijo:
—Ósver, juega conmigo. Siempre le paras ganando a tu amigo. ¿Qué dices?
Ósver, lo miró sorprendido. Aquel muchacho, con cicatrices en el cuello, conocía su nombre.
—Okey, ¿qué quieres jugar? —preguntó Ósver.
—Mario Smash, ¿te parece bien?
El adolescente, con una cicatriz queloide que parecía un desgarro de carne vieja, arrasaba en cada partida. Ósver, retorciéndose de incomodidad por su repentino rol de perdedor, balbuceó:
—Mejor cambiemos de juego.
Sin embargo, el resultado era el mismo: Ósver perdía. Kike, con su característico sentido del humor como buen amigo, se burlaba de él.
—¿Aún no sabes quién soy? Si logras ganarme en un juego, te lo diré —retó el muchacho.
Ósver, incapaz de descifrar la identidad de aquel adolescente, aceptó el desafío. Se enfrentaron en Winning Eleven, y Ósver salió goleado, hecho trizas, completamente aplastado. Desesperado, pidió jugar Street Fighter EX3. Después de sudar la gota gorda y exprimir cada gramo de su concentración, apenas consiguió ganarle un miserable round.
—Hoy en día, casi nadie juega a Street Fighter. Por eso ganaste este round. Yo apenas lo juego en PlayStation. Pero basta de excusas. Soy Édgar. ¿Te acuerdas de mí?
La mente de Ósver se hundió en un túnel del tiempo, retrocediendo once años hasta aquellos primeros juegos infantiles en la calle Huánuco. Ahí estaba Édgar, su primer amigo, el que se había convertido en un recuerdo nebuloso tras ser embestido por un auto. Ósver lo había visto como una sombra, un cuerpo tendido en la calzada. Ahora, viéndolo ahí, frente a él: al amigo que creía muerto.
—¿Édgar?, ¿el que les ponía nombre a las tortugas y a los caracoles?, ¿el que salía a la calle mientras su mamá dormía?
—Sí, ese soy yo, no me avergüences —dijo Édgar sonriendo—. ¿Cómo has estado? Te has engordado bastante.
—Sí, ya no es novedad. ¿Qué ha sido de tu vida? —preguntó Ósver mientras seguían jugando—. Después del accidente te fuiste y ya no supe nada de ti.
—Estudié toda mi primaria y parte de la secundaria en Arequipa. Este año regresé a Moquegua y estoy estudiando en el colegio Psicólogo Estadounidense, conocido como la famosa Ratonera. Sobre el accidente no recuerdo cómo ocurrió, pero lo único positivo que saqué de eso son mis cicatrices en el cuello. Por alguna razón, les resulta atractiva a las chicas; les digo que son mordidas de una vieja y legendaria vampira, y que me convirtió en un vampiro adolescente. No sé por qué, pero les gusta ese cuentazo. De hecho, a mi enamorada le fascina mi cicatriz. Por cierto, ¿qué hora será? —miró el reloj de la pared y eran las ocho de la noche—. Quedé con mi enamorada para que me esperara afuera, tú la conoces.
—¿Conozco a quién? —pregunto Ósver.
—A mi enamorada... ya te la presentaré. ¿Qué te parece si vienes mañana a mi casa para hablar un rato y recordar los viejos tiempos?
—Bacán, ¿sabías que ya no vivo al frente de tu casa?
—Sí, mi abuelito me contó que se mudaron a otro sitio. Te espero mañana a las seis de la tarde ¿Qué dices?
Luego, Édgar se fue a un balcón de la galería, ya que estaban en el tercer piso; miró abajo y observó que su enamorada lo esperaba. Regresó donde Ósver y le dijo:
—Nos vemos amigo, Mi flaca está afuera esperándome. Te veo mañana.
Se dieron la mano y Édgar bajó las gradas para encontrarse con su enamorada.
—Oye, dice el tal Édgar que conoces a su enamorada. ¿Quién será? Vamos a verla antes de que se vayan —dijo Kike, con la curiosidad de un gato.
Cuando se acercaron a la baranda a ver quién era la chica, Ósver y Kike se miraron impactados, como si un violento accidente hubiera ocurrido frente a sus ojos. Ósver sintió un silencio espeluznante y abrumador, como si estuviera en el vacío del espacio, donde todos sus líquidos corporales empezaban a hervir hasta explotar en mil pedazos. Era Ailice. Estaba ahí, recibiendo a Édgar con un beso y un abrazo: su enamorado.
Editado: 06.01.2025