Game Ósver

Un brillo cruel

Los martes eran los días más difíciles para Ósver en el colegio. Las clases de educación física lo dejaban extenuado, fatigado al extremo de vomitar. Muchos compañeros le decían que estaba gordo y que debería bajar de peso. Si bien Ósver tenía sobrepeso, su cansancio no parecía ser solo por eso. Algo le estaba sucediendo, pero a él no le gustaba ir al médico; le desagradaban las inyecciones y todo lo relacionado con los hospitales. La última inyección que le pusieron lo dejó cojeando; no quería volver al hospital jamás.

Ósver y sus compañeros regresaron al aula para continuar con las clases. El profesor Valencia aún no había llegado; no le agradaba encontrar el aula desordenada, así que Ósver acomodó su escritorio hacia la pared, la cual tenía dos ventanas grandes que daban al balcón del edificio donde los demás escolares caminaban hacia sus aulas. Unas alumnas regresaban a su salón de clases después de haber estado en el salón de música y, cuando estuvieron al frente del salón de Ósver, una se asomó a la ventana. Era Ailice. Sus miradas se cruzaron, y Ósver se quedó congelado. Era la primera vez que la veía tan cerca y con tanto detalle que desprendía un brillo cruel: Su piel, tan lisa como una porcelana costosa; su pequeña nariz aguileña, que parecía rebanar el aire; sus ojos grandes, con cejas densas como ramas de un árbol frondoso, que delineaban su rostro con una precisión salvaje. Édgar tenía razón, se asemejaba a una Céline Dion de quince años, antes de alcanzar la fama.

Fueron tres segundos en los que se miraron, pero para Ósver parecieron una década. Con lentitud, Ailice retiró la mirada y se fue. «¿Qué demonios estaba haciendo en el salón? ¿Acaso quería verme? ¿Podría haber despertado algo de interés en ella? No, fue solo una maldita coincidencia», se dijo en su cabeza, mientras se debatía entre el desconcierto y una absurda sensación de victoria. Esa mañana, Ósver había logrado sostenerle la mirada, y en su mundo deteriorado, eso fue suficiente para sentir que había ganado algo.

Por la tarde, Ósver, en su casa, intentaba concentrarse en hacer las tareas del colegio, pero el recuerdo de aquel encuentro con Ailice regresaba a su cabeza a cada rato. Olvidarla sería una tarea ardua. Después de unas horas, al darse cuenta de que no podía concentrarse, salió y tomó el transporte público que lo llevó a la casa de la abuelita de Kike.

—Game Ósver. Justo estaba pensando en ti —dijo Kike al verlo, y lo hizo entrar a la casa—. Estamos viendo las películas de Dragon Ball con mis tíos y sus amigos.

Al entrar en la sala, Ósver observó dos bancos de madera largos, cada uno ocupado por cuatro personas. Kike se sentó en una silla y le trajo una a Ósver. Todos estaban reunidos alrededor de un viejo televisor a color de catorce pulgadas. La familia de Kike tenía la sana y hogareña costumbre de realizar maratones de películas alquiladas en VHS, una experiencia compartida entre familiares y amigos cercanos que llenaban la sala de risas y diversión.

Eran las nueve de la noche cuando terminaron de ver todas las películas de Dragon Ball. Kike se preparó para bajar al barrio Belén a cuidar la cochera, y Ósver lo acompañó. En la cochera, Kike tenía una pequeña habitación donde se encontraba su cama y su pequeño televisor en blanco y negro. Los dos veían el resumen deportivo de fútbol de la semana.

—¿Qué ha sido de la famosa Ailice? ¿Te volviste a encontrar con ella? —preguntó Kike.

—No, pero fui a la casa de Édgar —dijo Ósver.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te contó?

—Tiene dos consolas de videojuegos, un montón de ropa, es todo un galán. Nunca podría competir con él, pero es buena gente. Iré el sábado de nuevo a su casa.

—Está bien, pero ¿qué te dijo sobre Ailice? ¿O no te mencionó nada de ella? —insistió Kike.

—Ah, sí, me contó que de niño le gustaba Ailice y con el tiempo se comunicó con ella por correo electrónico. La conquistó llamándola narizona. Que gracioso. Parece que antes de estar con Ailice, él era mujeriego al menos eso daba a entender —relató Ósver.

—El que es mujeriego nunca cambia —comentó Kike—. Seguro está con otras flacas. Ailice podrá ser bonita, pero siempre habrá una chica más bonita que ella y con un cuerpazo que Ailice hasta ahora no tiene.

—No, porque solo tiene catorce años, le falta desarrollarse. Yo creo que en unos años tendrá sus buenos pechos y nalgas prominentes, aunque para mí tiene un bonito cuerpo —opinó Ósver.

—Es una flaca escuálida, ¡no me jodas! —dijo Kike renegando.

Kike no había olvidado cuando, meses atrás, Ailice no le recibió el regalo de parte de Ósver y le cerró la puerta en la cara. Tampoco olvidaba los insultos de Adolfo en la niñez, quien le había llamado: «Chino tarta y cochino harapiento», entre otras cosas.

—Dejemos de hablar de Ailice —dijo Ósver—. Y Geraldine, ¿ya hablaste con ella? Hasta ahora no la conozco.

—No quiero saber nada de esa flaca, me hizo una mala jugada. Cuando fui a visitarla para conversar un rato, ella estaba vendiendo con su mamá salchipapas. Las dos me pidieron de favor que les cuidara el carrito sanguchero. Acepté con la condición de que yo no vendería nada. Ellas aceptaron y se demoraron como tres horas. La señora regresó como a las once de la noche a guardar su carrito. Yo le pregunté: «¿Señora, por qué no regresó Geraldine? ¿Le pasó algo?». Ella me respondió: «No, la acompañé para que alquile un vestido. Es para que se vaya a un quinceañero con "su amigo"». ¿Amigo? Para mí, ese amigo la tiene al día con su higiene sexual. Ya nunca la buscaré.




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