Era domingo. Ósver fue a entregarle las llaves a Édgar, quien lo recibió con una sonrisa demasiado confiada, y este le dijo:
—Me olvidé de preguntarte, ¿hay colchones en la casa?
—Sí, uno de paja donde dormía mi abuelo —respondió Ósver, mientras sacaba las llaves del bolsillo y las hacía girar entre sus dedos.
Édgar se rió por lo bajo, casi burlón. Ajustó la correa de su reloj y miró alrededor con un nerviosismo disimulado. Sabía que su pequeña aventura dependía de esas llaves.
—Espero que tu abuelo no se le ocurra venir hoy en la noche —agregó con una media sonrisa, dándole un golpecito al suelo con la punta de su zapato.
—No vendrá, te lo aseguro... —extendió las llaves hacia Édgar, quien las tomó sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Por favor, deja las cosas como las encontraste. Mañana por la tarde vengo a recoger las llaves.
Don Fernando solía extraviar las llaves de la antigua casa con frecuencia; olvidaba dónde las había puesto y, al encontrarlas, las volvía a colocar en el portallaves de la cocina. Por ello, Ósver ocultó las llaves originales. Si su abuelo decidía ir a la casa antigua y no las encontraba, pensaría que las había extraviado otra vez.
Ósver llegó a la casa de Édgar el lunes por la tarde para recoger las llaves. Édgar, con los ojos rojos e hinchados, señales de haber llorado, abrió la puerta, y le dijo:
—Me cagaron, amigo. Ayer todo estaba saliendo como lo planeé. Llegué con ella cerca de las doce de la noche, entramos y, después de unos minutos tocaron la puerta. Nosotros aún no habíamos empezado a calentar motores, ¿me entiendes, verdad? Miré a través del viejo visor de la puerta y no vi a nadie. Sin embargo, seguían tocando la puerta repetidas veces. Mi amiga ya estaba asustada. Hasta que en una de esas veces que tocaron: abrí la puerta y salí a la calle. Ailice estaba parada frente a la casa de su abuela. Parece que ella había sido la que tocó. En ese momento, mi amiga salió de la casa para ver qué había sucedido, y Ailice también la vio. Yo pensé: «ahora se arma la grande», pero Ailice me miró con una mirada de repulsión total, y se metió en la casa de su abuela. Mi amiga se dio cuenta de la situación, y me dijo: «Mejor nos hubiéramos ido al hotel de mi tío». Que perra había sido, no le interesó que tuviera enamorada. Además, ¿cómo se le ocurre sugerir que vayamos al hotel de su tío a tirar? Esta loca, ¿no crees que eso es perturbador?...
Ósver estaba callado, escuchándolo, pero por dentro sentía una alegría desbordante mientras Édgar continuaba relatando su desventura.
—¡Pero me han cagado, amigo! ¿Cómo sabía Ailice que yo estaba con mi amiga justo a esa hora y en esa casa? No creo que tú le hayas dicho algo.
—No, para nada. No recuerdo a tal Ailice ni sé cómo es, además, ¿qué ganaría yo? —preguntó Ósver de manera cínica—. Somos hombres, tenemos que tener varias chicas a la vez —agregó de manera sarcástica.
Édgar tenía razón, alguien le había pasado el dato a Ailice, pero ¿quién? Esa noche, Ósver estaba en su casa, renegando de su vida y sus problemas.
—Creo que sé quién puede ser —dijo Édgar—. Hay un compañero del colegio de Ailice llamado Fredo, quien vive a unas cuadras de aquí. Siempre me lo cruzo cuando paso por el complejo Belén. Estoy seguro de que nos vio a mí y a mi amiga, y nos siguió hasta vernos entrar a la casa; luego, le fue con el chisme. Sé que le gusta Ailice porque ella me contó que él se le había declarado, pero ella lo rechazó. ¡Seguro es ese idiota! En cuanto lo vea, ¡le voy a partir la cara!
—Ella no te terminó, ¿verdad? ¿No te dijo nada? —preguntó Ósver.
—La conozco; sé que me terminó con esa mirada. También es lógico, no le voy a rogar. Ya lloré lo suficiente por ella anoche. Puedo conseguir chicas mejores.
No bastaba con que Ailice terminara con Édgar y que Ósver siguiera enamorado de ella, ahora también aparecía un tal Fredo. Tratándose de Ailice era difícil que Ósver fuera el único que estuviera enamorado de ella. A pesar de todo, Ósver regresó a su casa con algo de esperanza; sentía que el destino le había dado otra oportunidad.
Editado: 06.01.2025