Se despertó temprano; no había podido dormir bien. Le pidió a su abuela Lucía que recogiera del tendedero la bolsita de tela, y ella se la trajo. Las horas corrieron y ya eran las siete de la noche. Ósver le mintió a su abuela que iba a ir donde su mamá. Cuando estuvo afuera, tomó un taxi que lo llevó cerca del Colegio Médico Docente. Ósver le pidió al taxista que por favor se estacionara. Con valor, apoyándose en la puerta del taxi, se levantó y caminó hacia la puerta donde vivía Ailice; tocó el timbre y esperó. Durante ese tiempo, recordó los momentos en los que había intentado acercarse a Ailice y las canciones que le había dedicado. Ósver ya no soportaba verse reflejado en la canción Esta cobardía de Chiquetete; deseaba desesperadamente emanciparse, liberarse de las cadenas invisibles que le atormentaban y erigirse como el líder de su propia rebelión interna. Quería derrocar al dictador fantasma que lo mantenía sometido. La puerta se abrió de golpe y apareció Ailice. Se quedaron inmóviles, en un duelo silencioso que parecía juzgar ese momento. Ósver, con una expresión que mezclaba determinación y nerviosismo, metió la mano en su bolsillo, extrajo la bolsita de yaces, y le dijo:
—Toma, encontré tu bolsita de yaces que se te cayó hace quince años en el parque de la primavera.
Ella aceptó la bolsita, y respondió:
—¿Todavía la conservas?
Ósver, por primera vez escuchaba la voz de Ailice; que se alzaba como una melodía cautivadora, desafiando el tiempo y la indiferencia.
—La encontré en una caja de juguetes en la vieja casa de mis abuelos —respondió Ósver con su voz entrecortada por los nervios.
Ailice miró sus yaces e hiso un gesto que parecía ser una sonrisa, y le dijo:
—¿Quieres pasar?, tengo una torta helada.
Ósver se apoyó en el marco de la puerta, subió un pequeño desnivel, similar a un escalón, y a las justas logró ingresar a la casa. Se sentó en un sofá de la sala y esperó a Ailice, quien fue a la cocina a traerle una porción de torta helada. Ósver estaba ansioso; observó el entorno que lo rodeaba, cada objeto, cada mueble, cada detalle de decoración contaba una parte de la historia de ella, una historia que él ansiaba descubrir, una historia que podría cambiar el curso de su vida. Ailice regresó, le entregó la porción de torta y se sentó a su lado. Luego, lo miró y le dijo:
—Ves que no era tan difícil ¿Me imagino que tendrás muchas preguntas que hacerme?
Ósver trató de disimular su nerviosismo ante las palabras de Ailice.
—¿Cómo has estado? Desde que me mude sentí que perdí la confianza contigo y me daba vergüenza saludarte por temor a que no me respondas el saludo —dijo Ósver.
Alicia le contó que su abuelita había fallecido hace unos años y que la casa en la que ella vivía había sido dejada como herencia a su hermano. Además, le relató que cuando tenía doce años, había viajado con su tío a la Ciudad de Arequipa y, en medio del trayecto, la llanta del carro se reventó, lo que provocó que el vehículo diera varias vueltas de campana. Como resultado del accidente, ella había perdido parte de la audición en el oído izquierdo y había quedado con parálisis facial, lo que le impedía sonreír.
—Todos piensan que soy una creída, una sobrada, pero no es así. Cuando camino, siempre miro al frente y muchas veces me saludan, y no los escucho. Pero a ustedes sí los vi una vez, no me acerqué ni les hice caso porque su amiguito me silbaba y eso no me gustó.
—Sí, recuerdo. También pensé lo mismo. Recuerdo también que te estuve esperando con la matachola, en la calle Lima. Te asustaste, ¿verdad? —preguntó Ósver.
—Claro que sí. Pensé que estabas borracho porque siempre te veía con esos vagos, por eso me desvié y fui a la casa de mi tía.
—Te asusté para que te desviaras, con la intención de salvarte para que mis amigos no te pintaran.
—Déjame decirte que funcionó, pero hay otras maneras de avisarme como gente civilizada, ¿no crees? Después, sí me enojé contigo porque llamabas repetidas veces a la casa de mi abuelita y a la mía, y les decías groserías. Por eso, cuando te vi con tu amigo el morenito, que había hecho el trato conmigo para conocerte, preferí entrar de nuevo a la casa de mi abuelita y no hacerles caso. Porque, si iba a mi casa, eran capaces de seguirme, quizás hasta decirme groserías.
—¿Groserías? Nunca te diría groserías. Yo te llamé... bueno, en realidad mi amigo Edú te llamó una vez, pero no repetidas veces como dices, y mucho menos para ser grosero. Quizás fue Édgar —dijo Ósver.
—No creo que haya sido él, porque me comunicaba con Édgar por el chat y hablábamos por teléfono con regularidad. No tendría sentido. Ahora que mencionas a Édgar, él muchas veces me preguntaba si me acordaba de ti; yo fingía que no te recordaba y le decía que no.
—Yo también le decía a Édgar que no te recordaba ja, ja, ja —dijo Ósver, riéndose.
Ailice intentaba esbozar una sonrisa, pero su rostro apenas se movía. Trataba de capturar el encanto de una simple mueca si quiera, pero su parálisis facial se lo negaba. Se sintió avergonzada de no poder acompañar a Ósver en ese momento gracioso. Él se dio cuenta de la impotencia de Ailice al no poder sonreír, y le dijo:
Editado: 06.01.2025