Nicole no dejaba de observar la ciudad de Washington D.C por la ventanilla del auto a medida que el mismo avanzaba. No quería hacerlo, pero no tenía otra opción. Su hermano estaba en problemas y como era habitual, su padre la había obligado a limpiar el desastre. Sin embargo, Miguel Hudson había llegado demasiado lejos.
—Tienes que convencer a Héctor de que retire los cargos contra tu hermano —le había exigido su padre—, a como de lugar.
Su destino estaba cada vez más cerca.
El reloj seguía avanzando. El servicio de seguridad de Petropoulos había inspeccionado su coche y su persona, y enviado una foto suya a la planta ejecutiva donde, según le habían informado, la esperaban. Tenía diez minutos antes de ser considerada un riesgo para la seguridad.
Había creído que jamás volvería a encontrarse con Héctor Petropoulos.
Se alisó la falda lápiz y evitó asomarse al espejo del coche para comprobar su maquillaje por enésima vez. No tenía sentido. Iba a enfrentarse a él, y lo cierto era que se halagaba al pensar que la reconocería siquiera.
El cosquilleo del vientre le indicó que no era simplemente halago, pero Nicole lo ignoró y avanzó hacia los ascensores.
Habían pasado años. En ese lujoso edificio de oficinas iba a presentarse como el orgullo de sus padres, no en una de las fiestas de su familia. Las fiestas eran el único motivo por el que se había relacionado con la clase de persona a las que su padre y hermano tanto admiraban, como Héctor Petropoulos, temido e idolatrado por todos sin excepción.
—No entiendo por qué crees que un hombre como Héctor Petropoulos me escuchará —le había protestado a su padre. «Si mi propio padre no me escucha, ¿por qué iba a hacerlo él?»—. Es más probable que te escuche a ti.
—Debes apelar a él como… un hombre de familia.
La cabeza de Nicole estaba repleta de imágenes demasiado brillantes y ardientes de Héctor Petropoulos, imágenes que intentaba ocultar incluso de ella misma. Sobre todo de ella misma. Porque él era… excesivo. Demasiado peligroso, autoritario, arrogantemente hermoso.
Aunque no le hacía justicia a esa boca y ojos, crueles como el más oscuro infierno. Y cómo hacía arder a los incautos…
Nicole se había sonrojado, aunque por suerte su padre no prestaba atención a cosas como la actitud o el estado emocional de su única hija. Era la primera vez que le pedía algo más que una bonita sonrisa, habitualmente dirigida hacia algún lascivo socio en alguna fiesta.
—Héctor no tiene familia, papá.
—Entonces deberás apelar a él como hombre, Nicole —aseguró explícitamente su padre.
Incluso le había comprado un conjunto de ropa bastante sugerente para acudir a la cita. Prostituida por su propio padre, así se sentía.
—No lo haré —se había opuesto de inmediato—. Esta vez no, papá.
—¿Y si te digo que este favor será tu ticket hacia la libertad?
Y así la había manipulado para aceptar cometer semejante bajeza. Esperaba no llegar a las últimas consecuencias, pero si tenía que hacerlo, entonces vender su cuerpo y su dignidad de mujer sería el precio de su libertad.
El ascensor subió tan deprisa que su estómago quedó atrás. En una esquina vio una cámara de seguridad con su parpadeante luz roja que le recordaba que debía mantener la compostura.
La ansiedad, los nervios y un poco de asco también, se acumulaba en sus vísceras, consiguiendo que las piernas le temblasen.
Héctor por su parte no esperaba el evento que estaba por suceder en su vida
No contaba para nada con que aquella rubia, vestida con un traje en extremo corto y con unas piernas que incitabab a la locura, se ofreciera a él en bandeja de plata, así, tan descarada y desesperadamente.
—Nicole Hudson —él pronunció las palabras como si las saboreara, y ella lo sintió por todo el cuerpo—. Tu osadía es realmente sorprendente. ¿Qué tan dispuesta estás a solucionar el asunto que te ha puesto a mis pies, pequeña Hudson?
—He venido por mi familia —contestó ella con frialdad.
Sonaba profesional, salvo por el calor en sus mejillas y los brillantes y dorados ojos.
Era una mentirosa, pensó Héctor. No debería haberle sorprendido.
No debería sentir algo demasiado parecido a la decepción.
—Te consideran su arma más apropiada, ¿no? —preguntó él con suavidad—. Creo que tu familia no está captando la situación
—No he venido para excusar el comportamiento de mi hermano.
—Eso espero. Me robó. Peor aún, pensó que podría salir victorioso como si nada —él sonrió—. No soporto la arrogancia.
Había saboreado el pulso en su cuello. Quizás por eso era incapaz de apartar la mirada de él. Sobre todo al verlo latir con fuerza, salvaje.
También la culpó por ello.
—No espero que lo perdones. Ni siquiera que seas amable con él.
¿Por qué ibas a serlo?
—Exactamente.
—Lo que espero es que tú y yo lleguemos a un acuerdo. Si hay algún modo de convencerte para que no presentes cargos, me encantaría saberlo.
Héctor soltó una carcajada.
—¿Qué demonios te hace pensar que yo haría tal cosa? —preguntó él curioso por la respuesta—. El orgullo desmesurado. El descaro indisimulado. Debes tener un alto concepto de ti misma si piensas que podrás convencerme de… lo que sea.
Ella extendió las manos en un gesto de rendición… que no debería hacerle sentir ansioso por saborearla.
—No voy a fingir conocer cada detalle de la contabilidad —ella le sostuvo la mirada fija—. Pero sé lo que es robar y estoy dispuesta a devolvértelo, con intereses. Hoy.
—De nuevo no lo has entendido —Héctor sonrió percibiendo el fugaz respingo de Nicole—. No quiero el dinero de tu familia. Quiero su ruina.
O la vergüenza de su padre, pero eso llegaría.
Las brillantes mejillas de Nicole palidecieron.
—Tengo entendido que el monto es de un millón de dólares. Mi padre tiene intención de devolvértelo de su propio dinero. Y no debería suponer ninguna ruina.