Tras un leve desvanecimiento, Nicole se había medio convencido de que Héctor no era más que producto de su imaginación.
Pero no.
Ahí estaba, en el mismo lugar. El demonio en persona, tan incongruente en un restaurante de campo que casi se rio ante lo absurdo.
Casi. Había muy poco en ese delicioso hombre que le provocara ganas de reír.
Pasó una eternidad sin que apartara la mirada de él, que la correspondía con toda la fuerza de su feroz mirada.
Nicole tuvo que esforzarse por rechazar las imágenes que amenazaban con invadirla. El recuerdo de lo sucedido entre ellos hacía ya demasiado tiempo como para recordar cada detalle. Sin embargo, ella no podía olvidarlo.
—Nicole Hudson, sí que eres tú —al fin habló Héctor. Su voz era como ella la recordaba. Inquietante. Peligrosa—. Explícame qué hace una heredera de Washington D.C trabajando como camarera aquí.
—Da la casualidad de que poseo un talento innato para la atención al cliente —respondió ella en su tono más alegre, sin corregirlo y decirle que ella era la dueña del local—. Lo descubrí tras irme de la capital.
—¿Y te sorprende? —la voz de Héctor se volvió más letal, provocando una tormenta en el interior de Nicole. No solo recordaba cada detalle de lo sucedido aquella noche en Washington D.C, lo sentía. Su cuerpo lo revivía, una sensación tras otra—. Mira hasta dónde estabas dispuesta a llegar por tu hermano. ¿Cómo pudiste dudar de tu… talento?
—Me alegra ver que no has cambiado —continuó ella sin quitar la sonrisa—. ¿Deseas un menú de degustación completo? Yo me ocupo de la comida que corre por cuenta de la casa por el inconveniente de antes, pero si tomas asiento, alguien más podrá guiarte en el viaje de tu elección por nuestros vinos. Hoy proponemos…
—Si quisiera probar vino, Nicole —interrumpió él—, no vendría aquí. Poseo mis propios viñedos.
—Claro —ella puso los ojos en blanco.
—Sigo sin comprender —el rostro de Héctor se endureció—. ¿Te estás escondiendo? ¿Tienes algún motivo para esconderte?
—Estamos en el sur de Estados Unidos —Nicole frunció el ceño un poco temblorosa, porque… porque Héctor había conocido a sus hijos y si sumaba dos más dos… ella estaría metida en un buen problema—. Nadie viene a esconderse. Pasan sus vidas acumulando motivos para venir. Luego regresan. Y por fin encuentran una pintoresca cabaña rodeada de girasoles y lavanda donde envejecer. Es el paraíso, Héctor. ¿Quién no querría vivir en el paraíso?
—Me sorprendes. Yo pensaba que permanecerías atada a tu familia, haciendo los recados de los delincuentes de tu padre y tu hermano. Ese es tu papel, ¿no?
Nicole respiró hondo, sorprendida por lo mucho que dolía, a pesar de que lo había esperado desde el momento en que había visto a Héctor.
—No te andes por las ramas —contestó ella—. Si te apetece insultarme, hazlo.
—¿No lo he hecho? —él enarcó una ceja.
—Ya no trabajo para mi padre ni para mi hermano —consiguió contestar Nicole en su habitual tono jovial, a pesar del dolor que sentía. Si no se le notaba, sería como si no existiera—. Si has venido por eso, vas a sentirte defraudado.
Héctor se apartó de la pared y deambuló por el pequeño local que hacían llamar restaurante que exponía recuerdos, vinos y el menú de degustación.
Hasta entonces, Nicole no se había dado cuenta de lo pequeña que era su local…
—Si tienes algún asunto con mi familia, ya sabes dónde encontrarla —añadió ella—. Yo no tengo nada que ver.
—Tal vez… si tú lo dices.
Él estaba de espaldas, la mirada fija en laa montañas al otro lado de la ventana. Un paisaje que ella había adorado hasta ese momento. ¿Podría volver a contemplarlo sin verlo a él?
—Ha pasado mucho tiempo desde que te vi en mi edificio de Washington D.C.
—Desde que me viste —repitió Nicole, riendo—. Qué aséptico suena.
Héctor se volvió, atravesándola con la mirada. Pero no habló.
—Hace seis años —Nicole intentó dibujar su sonrisa, pero falló—. Aunque de seguro que eso ya lo sabes.
—Así es.
Algo en el modo en que él la miraba a Nicole le hizo sentir como si estuviera temblando desde dentro. Como si sus huesos la hubiesen traicionado. Tenía la loca noción de que debería lanzarse sobre él y taparle la boca con las manos, impedirle decir lo que fuera a decirle… Pero no lo hizo.
—Seis años —repitió él—. Apuesto a que la misma edad de esos niños que has declarado como tus hijos. Te lo voy a preguntar solo una vez, Nicole y más te vale que no se te ocurra mentirme… ¿Quién es el padre de tus hijos?