—¿Qué? —Nicole sintió que el color abandonaba su rostro.
—Una pregunta sencilla, aunque poco delicada. No utilizamos protección, Nicole. Y si esos niños tienen seis años…
Nicole sentía el pulso latir contra ella.
—¿Por qué hablamos de esto? ¿Y a ti qué te importa, Héctor? De todos modos, me he mudado a otro lugar muy lejos de ti y ha pasado demasiado tiempo. No necesito nada de lo que tú puedas dar…
Ella se interrumpió, horrorizada.
La realidad la golpeó con fuerza. Y se sintió engullida en la ferocidad de la mirada de Héctor.
Sentía como si él se hubiese lanzado contra ella. ¿Deseaba que lo hubiera hecho?
¿Tanto anhelaba su contacto? Ya conocía la respuesta. La sufría cada noche por más de seis años.
—¿Se trata del nuevo intento de tu familia para chantajearme? —preguntó él con frialdad, aunque en su mirada ardía el desprecio—. Esto no terminará tal y como imaginas, Nicole. Te lo aseguro.
Los peores temores de Héctor se habían hecho realidad. Y seguía sin poder creerlo. No creía una palabra de esa mujer. No creía en ella.
Como no se había creído la azorada reacción a su aparición. El que fuera a buscarla era clave en el asunto. Era el movimiento final del juego de Nicole.
Lo habían engañado bien. Todavía no conseguía aceptarlo, pero los hechos estaban ahí.
Tampoco creía que Nicole Hudson no fuese plenamente consciente de que no habían utilizado protección. Sin duda lo había planeado todo y habría estado contando los días. Un hijo del poderoso Héctor Petropoulos le aseguraría la vida para siempre. Y el plan le había salido tan bien que no había tenido solo uno, sino dos. ¡Dos hijos suyos! El que se hubiese trasladado fuera de la ciudad para perderse del mapa era evidencia de su culpabilidad.
Nicole había empezado por adoptar la vida de una extranjera de mediana edad. Luego había empezado a trabajar como camarera, más adecuado a su edad quizás, pero no para una heredera Hudson.
Debía formar parte de su juego, aunque Héctor no lograba imaginarse cómo.
—No tengo comunicación con mi familia, Héctor, así que no tengo ni la más remota idea de lo que me hablas —respondió ella como si nada, haciéndose la inocente, cosa que Héctor no creyó—. Pero aún así, es algo que no viene al caso. Ha pasado demasiado tiempo, supéralo y vete por dónde has venido.
—¿Qué lo supere? ¿Lo has superado tú?
—Por supuesto.
—Claro que sí —repuso el griego con evidente sarcasmo—. Por eso has venido a vivir a los terrenos que yo estoy comprando.
—Ah, ¡Entonces eres tú el empresario que quiere construir el hotel! —exclamó Nicole sorprendida grandemente, reacción que Héctor no le compró.
—¡Por favor, no te hagas la sorprendida! —soltó él lo más bajo que pudo. Toda la situación había sido una sorpresa muy desafortunada y aún así tenía que controlarlo todo y controlarse a sí mismo—. ¿Hace cuánto te has mudado a Hawaii? ¿Dos semanas, dos días? ¿Cómo lo has sabido y por qué has esperado tanto? ¿A tu familia se le ha acabado el dinero?
—No sé de lo que me hablas, yo…
—Permíteme explicarte lo que va a suceder, Nicole —Héctor no se acercó a ella, no se atrevió, ni elevó la voz. Ella dio un respingo y lo fulminó con la mirada—. No sé cómo piensas jugar a esto, pero has elegido mal a tu contrincante. No me trago el numerito de inocencia. Sé la verdad sobre ti y, aunque no fuera así, sé bien de qué es capaz tu familia.
—No estoy actuando, no soy actriz y, aunque lo fuera, no iba a molestarme en fingir delante de un hombre que no pensaba volver a ver.
—Silencio.
La orden atravesó el lugar apartado a la que la habían llevado después del desmayo… y a Nicole.
Ella empezó a respirar aceleradamente, como si tuviera una respuesta emocional.
«O sabe que la has pillado», se recordó él a sí mismo.
—Tus intenciones me dan igual —le aseguró Héctor tajante—. Preferiría confirmar, aquí y ahora, si los niños son míos, que esta pesadilla es real.
—Pues ya te digo que no lo son —Nicole señaló la salida del restaurante con la cabeza—. Puedes marcharte. Ahora.
—Es que no confío en ti, Nicole —Héctor se moría por tocarla, pero se ordenó con firmeza no hacerlo. La situación no iba a mejorar si repetía el mismo error. Además, necesitaba decidir por qué deseaba tanto a esa mujer, cuando sabía lo que era. Lo que había hecho y… había pasado demasiado tiempo—. Y mañana, digas lo que digas y quieras o no, los niños y tú se vienen a vivir conmigo.