Héctor estaba allí, sintiéndose como un ángel vengador, mientras Nicole lo miraba boquiabierta.
Como haría alguien inocente… cosa que Héctor desestimó.
—No va a suceder nada de lo que acabas de decir —Nicole se cruzó de brazos.
—Esto no es negociable.
—¿Acaso tienes la impresión de que yo… trabajo para ti? —la carcajada de Nicole bordeaba la histeria—. El único interés que sentí jamás por ti fue como emisaria de mi familia por el bien de mi hermano. Al que, debo recordarte, aún no has llevado ante la justicia.
—¿Y no era esa tu táctica?
En contra de su voluntad, Héctor se acercó a ella. Al comprobar que estaba al alcance de la mano, se detuvo.
Esa mujer era la única adicción que había tenido jamás, y no iba a sucumbir a ella.
—No hay ninguna táctica —contestó ella furiosa—. Es mi vida. Una vida construida a mi gusto. Me da igual lo que pienses de ella y no me gusta que irrumpas aquí como si tuvieras algún derecho…
—Tengo todo el derecho —insistió él con frialdad—. Y no es solo tu vida.
Nicole emitió un sonido parecido a un respingo, como si él la hubiese apuñalado.
—Perdiste tu derecho a esta vida cuando me implicaste —añadió él con rabia—. Comprenderás que no voy a permitir que tengas a mis hijos en un lugar que no esté bajo mi supervisión.
—Yo soy la madre y ellos no saben nada de ti. Son míos, ¿me oyes? —contestó ella, casi tartamudeando—. Así que me ocuparé de ellos como mejor entienda. A mi manera. No tiene nada que ver contigo. ¿Y quién te dice que son tuyos? Así como estuve contigo aquella vez, pude haber estado con miles. Soy una furcia, tú mismo me lo dijiste, ¿recuerdas?
—Exigiré pruebas de paternidad, por supuesto. Porque, curiosamente, no me fío de ti.
—Pruebas de paternidad… —ella parpadeó y levantó una mano—. Entiendo que te guste recorrer el planeta dando órdenes a todo el mundo y vengándote cuando no hacen lo que tú quieres. Pero ya he pasado mi vida soportándolo de mi familia. No voy a permitirte ocupar su lugar.
—¿Y cómo vas a impedirlo? —preguntó él con auténtica curiosidad y una nota de amenaza en su voz.
Esperaba que ella se acobardara, apartara la mirada, se empequeñeciera como solían hacer sus subordinados en su presencia.
Pero Nicole Hudson redujo la distancia que los separaba y agitó un dedo en su cara.
Jamás se le había ocurrido nada semejante, salvo con su padre.
—Vete al infierno —espetó Nicole—. Y empieza por salir de este local y de este pueblo. Vete a construir tu hotel a otra parte, porque para empezar, conozco muy bien a los terratenientes de la zona y ¿adivina qué? Estoy segura de que no te van a vender sus tierras.
—Eso ya lo veremos. Y da igual que esté en el pueblo o no —Héctor se encogió de hombros—. El resultado será el mismo.
—No posees ninguna autoridad sobre mí. Y sobre mis hijos tampoco. No te hemos necesitado por seis años, así que date por vencido y haz como si nada de esto hubiera pasado.
—Reflexiona, Nicole.
Ella lo fulminó con una mirada asesina, para mayor disfrute de Héctor.
Ya conocía unas cuantas versiones diferentes de esa mujer. La nerviosa, la abrumada, la inocente del cenador. La fría empresaria que se había vendido y lo había besado como si fuera la personificación de sus más eróticas fantasías. La alegre camarera del pequeño restaurante.
Incluso la angelical madre que se había disculpado en nombre de sus hijos. ¡Sus hijos! Esos niños atrevidos que encima me andaban buscando marido a su madre.
«Él no sirve, Phil porque es tonto», recordó la voz chillona de la pequeña.
Hacía unos minutos le mostró su versión menos intimidada por él de lo que debería estar.
Y allí había una nueva versión. Sin miedo y, por ello, aún más hermosa.
Héctor había ido allí para aplastarla, pero de nuevo estaba duro. El deseo y la imposible necesidad, lo desgarraba.
Ella no tenía ni idea de lo cerca que estaba él de tomarla en sus brazos y volver a saborearla. De volver a perderse por completo.
Sin importar lo que le hubiese hecho.
«Esta debilidad pronto te dominará», le dijo una vocecilla que sonaba demasiado a su padre. «Y serás igual que ella. ¿Es eso lo que quieres?».
El problema era que sabía exactamente qué quería. Nicole dejó de apuntarlo con el dedo.
—Amenazas mucho, pero sin fundamento. A pesar de tus ideales de siglo pasado, estamos en el presente, en el siglo veintiuno.
—Te aconsejo que no te acomodes en esa fantasía —le advirtió Héctor—. Preferiría que accedieras a mis términos. Preferiría que no te negaras a hacerles esas pruebas a los niños, para ahorrarnos la incertidumbre. Pero no necesito tu cooperación, pequeña Hudson. De cualquier manera tendré mis respuestas.
—¿De cualquier manera?
—Si me da la gana te los puedo quitar, Nicole. ¿Has pensado en esa posibilidad? Porque ahora mismo a mí me suena muy tentadora.
—¿Quieres quitármelos? ¿Y qué piensas hacer para lograrlo? —bufó Nicole—. ¿Me obligarías a punta de una pistola en la cabeza?
Héctor sonrió.
—Oh, pequeña Hudson, tengo otros métodos mucho menos invasivos y más efectivos. Los niños vienen conmigo con o sin ti y a las buenas o a las malas.
—Eso se llama secuestro —le acusó ella, temblorosa como una hoja. Su fuerte posición se estaba debilitando debido a la autoridad amenazante que desprendía el griego—. No serías capaz.
—No me tientes, querida. No me tientes —Héctor le sostuvo la mirada confiado y con una sonrisa atemorizante—. A las buenas o a las malas, tú decides.