Héctor conducía con los músculos demasiado tensos y las manos parecían pegadas al volante con pegamento blanco. El camino se abrió ante un claro y apareció una cabaña. Héctor rechinó los dientes. Porque era una estampa acogedora y demasiado sencilla.
Había esperado encontrar la clase de «cabaña», de la gente como Miguel Hudson, enormes mansiones en lugares como The Hamptons
Pero esa no era así.
Héctor no sabía bien qué pensar sobre una casa tan poco pretenciosa. Mucho menos sobre la mujer que estaba en la entrada, iluminada por la suave luz del interior.
Maldita fuera.
Héctor se detuvo y salió bruscamente del coche, estirándose y tomándose más tiempo del necesario para alisarse la camisa, aunque no le hiciera falta.
—Espero que no hayas tenido dificultad para encontrar el lugar —saludó ella con esa voz jovial… que él detestaba.
—Soy capaz de utilizar un localizador GPS, gracias —gruñó él.
Nicole en cambio se limitó a suspirar suavemente.
—Veo que se avecina una discusión. Qué encantador cambio.
A Héctor no le gustó la ironía en su voz.
Sin embargo, era un hombre práctico, herencia de su padre.
—Quizás podrías explicarme a qué juegas fingiendo ser camarera de un mini restaurante en el fin del mundo —Héctor rodeó el coche deportivo, pero no se alejó de él, como si no se fiara de sí mismo—. No te encaja, pequeña Hudson. Deberías saberlo.
Le había parecido verla contenta, pero Héctor no podía aceptarlo. Era un papel que estaba interpretando, nada más. Una manera de ocultarse por lo que había hecho, por quién era y por lo que seguiría.
Dado que era casi seguro que era la madre de sus hijos, la vida rústica que llevaba allí era inaceptable, como sin duda debía saber ella. La madre de un heredero Petropoulos no podía ser una sirvienta.
Se dijo a sí mismo que esa alegría de Nicole tenía que ser falsa.
Parte del cebo de su trampa.
Ella lo miró fugazmente, como si fuera él el que no tuviera ningún sentido. Héctor se limitó a mirarla.
Qué aspecto tan angelical, maldita fuera. Le daban ganas de romper cosas.
La luz del interior de la cabaña hacía que su cabello pareciera de un tono rubio rosado, bañado en oro. Ese rostro con forma de corazón lo había atormentado durante años en realidad, y era mucho más bonita de lo que él recordaba.
Si no supiera la verdad, Héctor habría asegurado que no había un átomo de traición en esa mujer.
Era la mejor manipuladora que había visto jamás, reflexionó mientras la luz la resaltaba y le hacía parecer élfica. La manzana nunca caía lejos del árbol.
Héctor se ordenó a sí mismo abrir los puños.
—Tengo que hacer algo con mi vida —observó ella pensativamente—. La vida ociosa no encaja conmigo.
Nicole no le quiso decir que con la herencia de su madre había comprado unas parcelas de tierras en el pueblo y que allí había montado su restaurante. No era la camarera técnicamente, sino la dueña.
—Pues hace tres meses habría jurado que jugabas a ser empresaria —a Héctor no se le había olvidado aquella noche—. La ropa. La negociación.
Una sombra cruzó el rostro de Nicole. Ya no iba vestida como empresaria. Había cambiado el vestido de verano que llevaba en la bodega por unos vaqueros y un top azul de tirantes anchos que atraía la atención sobre el elegante cuello y la clavícula. A Héctor se le hacía la boca agua.
No entendía la atracción que sentía por ella todavía.
—Mis servicios no eran requeridos en el negocio familiar.
—¿En serio? Eso suena a una versión muy aséptica de un drama familiar.
Otra sombra cruzó el bonito rostro.
—¿Qué más da que sea aséptica o no? No trabajo para la empresa familiar, ¿qué sentido tiene seguir en la familia?
—Y tu padre y tu hermano… esos dechados de virtud…
—No hay necesidad de exagerar, Héctor —el tono de voz de Nicole era seco, casi divertido—. A ciertos niveles el sarcasmo podría resultarte perjudicial, ¿no crees?
Héctor estuvo a punto de reírse.
—De modo que no les importó enviarte a mí como un par de proxenetas gigolós, pero no encontraron ni un agujero para ti en su oficina.
—Eso es… un modo repugnante de exponerlo —ella se sonrojó.
—¿Pero me equivoco?
Nicole carraspeó, se volvió y entró en la cabaña.
—Creo —contestó sin detenerse—, que necesitamos vino para esta conversación.
Héctor la siguió. Esperaba ver algo que demostrara su culpabilidad, que la delatara.
Pero se encontró en una estancia luminosa que abarcaba desde la puerta hasta la cocina abierta al fondo. Héctor frunció el ceño al contemplar los acogedores sillones que tenían marcada la huella de su cuerpo.
—No he venido por una copa de vino, pequeña Hudson —dijo de pronto—. Quiero las muestras de cabello y saliva. Si no me las das por las buenas…
—Eh, calma —le interrumpió Nicole—. No tienes que ser tan agresivo, ¿sabes? —sacó unas bolsas con las nuestras y se las entregó en las manos—. Aquí están tus muestras. ¿Nos podemos tomar el vino ahora?
—Toma tú por los dos —le respondió el griego—. Disfruta mientras puedas, porque si las pruebas dan positivas, tu vida será un calvario, Nicole Hudson.
Y así como mismo llegó, se marchó. Al día siguiente Nicole no supo nada de Héctor en toda la mañana… ni la tarde… y eso la tenía demasiado ansiosa. Sabía muy bien de los alcances del griego y sabía que los resultados de las pruebas estarían listos en un par de horas. Héctor se estaba demorando demasiado… probablemente estaba maquinando algo. Entonces se apareció en la noche en el porche de su casa y bajo la lluvia que caía con fuerza.
—Me imagino que sabes por qué estoy aquí, ¿no? —dijo él nada más llegar—. Me has robado a mis hijos por seis años y me las vas a pagar. Empaca las maletas, porque los niños y tú se vienen conmigo.