Hijos de la Venganza

8.O me los das o me los llevo

Para Héctor era en extremo difícil controlar lo que aquella mujer todavía le hacía sentir. Detrás de cada mirada de ella había un latido desbocado suyo, unas ganas intrínsecas de doblegarla muy a pesar de que lo pretendía disimular con aquel odio inusitado. 

Ella era como un vendaval. La miraba expectante a todo porque lo que recordaba de esa mujer le despeinaba los sentidos, le revolvía las mariposas en el estómago. En algún momento él se preguntaba a sí mismo si hacía todo aquello por tenerla a ella o por atrapar a su familia en derredor de su venganza.

—Parece que tenemos que ponernos de acuerdo en algo —intentó sonar calma ella, pero se desmoronaba de miedo.

—No hay nada que hablar. Me has robado seis años de la vida de mis hijos y no te concedo uno más —apuntó él. 

El aguacero no hacía más que apretar, era como si el cielo estuviera llorando antes de tiempo por la tormenta que se avecinaba par ella. Como si los dioses se lamentaran de sus futuras tragedias. Todo aquello por lo que había luchado mantener lejos de su vida este tiempo estaba de vuelta a modo de tifón, arrasando con todo.

—No los quieres, Héctor —le tembló la voz y agradeció que los niños estuvieran dormidos ya—. Solo intentas perjudicarme a mí.

—Si quisiera perjudicarte solamente ya estarías en mi cama. Se te da muy bien ese tipo de cosas así que no tendría que estar empapado como pollo para eso simplemente —pretendía humillarla con su comentario pero más bien logró llenar su instrumento de deseo ante sus propias palabras—. Prepara a los niños que me los llevo ahora.

—¡¿Qué?! —gritó ella asustada—. Eso no va a pasar. Pasa y hablemos.

—Ahora quieres hablar.

Nicole estaba empezando a desesperarse. Él por su parte no hacía más que mirar su cuerpo recordando cada espacio de él por encima de la bata de dormir pero en el fondo solo pretendía condicionarla, no iba a llevarse los niños. Ni siquiera sabría por dónde empezar a explicarlo. La necesitaba a ella también para cumplir su cometido, para vengarse y destrozar a la mujer que le había cambiado la maldita vida.

Aunque fuera solo un poco, en el fondo fue bastante.

—Son niños, Héctor —ella empezaba a sollozar—. No juguetes. No puedes tomarlos y llevártelos a tu casa a pasar la tarde. Entra, por favor.

Esa invitación le proponía otras cosas a él, su mente le traicionaba porque la deseaba como un demente y se tenía que controlar mucho incluso consigo mismo. ¡Estamos a lo que estamos! Se repetía una y otra vez.

—Mi abogado me ha dicho que puedo llevármelos ahora mismo si lo decido —apostillo bajo los rayos feroces del cielo encabritado—, tú los has tenido durante seis años a mis espaldas y mis condiciones económicas son mejores. Tengo el mismo derecho que tu y ante un juicio lo que has hecho es secuestro y negación de la verdad. Puedes incluso ir a la cárcel. 

Ella estaba a punto de desmoronarse, creyó caer al suelo cadáver ya. Esa amenaza acabaría con toda su vida si él la cumplía y Nicole sabía que a Héctor Petropoulos no le temblaba el pulso para ser cruel. Cuando se lo proponía era el peor de los demonios.

Le tomó de la muñeca soportando la descarga de electricidad que le recorrió todo su figura y lo metió con poca fuerza dentro de su casa. 

A él le asombró la modestia del lugar,ella tenía que estar fingiendo por algo y lo iba a averiguar, pensó él. 

—Hagamos un trato. Lleguemos a un acuerdo por favor —propuso nerviosa—. No voy a dártelos. Son mis hijos. No puedo vivir sin ellos.

La vulnerabilidad que vió en sus ojos casi le derrumba pero él sabía de qué calaña era aquella mujer y no se dejaría embaucar, se recompuso y apostilló:

—Este papel dice que también son míos y por tu culpa hay seis años de vacío que ninguno de los tres podrá llenar jamás, ahora solo hay un trato que hacer o me los llevo.

—¿Qué propones? —preguntó derrotada. Sin opciones.

—O vienes a vivir conmigo o me los llevo los próximos seis años, luego de eso haremos un calendario de visitas, pero me corresponden seis años como los has tenido tú. 

¡Oh, Dios!

Nicole sentía como todo su mundo se desmoronaba a sus pies. Como si estuviera subida a una gran montaña de arena que se desvanecía bajo ella. Nunca en toda su vida olvidaría esas palabras, esa advertencia, esa condición: ¿o te mudas conmigo o me llevo a mis hijos los próximos seis años? Tu eliges.

Cínico. Maldito miserable. Como si ella pudiera elegir, como si de verdad alguna vez hubiese podido y él en ese momento le estuviera dejando hacerlo. Solo había un camino, todo aquello era una calle sin retorno y lo sabia muy bien.

Pero… ya había huido una vez,y ¿si volvía a jugar con él? Y ¿si decía que sí y luego él se largaba con sus bebés?

—De acuerdo. Haré lo que sea...

Ni él se esperaba esa respuesta tan inmediata ni ella el pellizco que le dió el estómago cuando se imaginó a sí misma siendo la rehén de su carcelero, suya para seguir a su merced pero de momento era todo lo que podía hacer. Eso salvaría la vida de sus hijos junto a ella y solo así tendría las armas para alejarse nuevamente y que no les encontrara. Pero, ¿qué pasaría cuando los niños supieran la verdad? ¿Cuando compartiera la casa con aquel hombre? ¿Cuándo la tomara como su invitada… acaso se atrevería y también tomaría su cuerpo?

Esas peligrosas preguntas sin respuestas estaban pululando entre los dos. Ambos se miraban con apetitos distintos y un único objetivo en común, ganarle la partida al otro. 

—¡Perfecto! —lanzó un aplauso al aire Héctor—. Entonces lo primero será, y además esto lo planteo como muestra de voluntad porque confío en tí, que los niños me conozcan. 

—Ya te conocen —ella saltó asustada ante la inminente situación.

—Pero no saben que soy su padre, Nicole. No finjas que no entiendes. Eso forma parte del trato o ya sabes lo que pasará...




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