Hijos de la Venganza

9.Haz feliz a mamá

Héctor y Nicole compartieron una cómplice mirada de desazón. Quedaba claro para los dos que la niña Dayana Hudson no estaba tan dispuesta a ser la nueva hija de Héctor Petropoulos como sí se podía ver que lo estaba su hermano.

—Hablaré con ella —había pedido Nicole al hombre que la condicionaba tanto. 

—Mejor lo hago yo.

—Soy su madre, Héctor —insistió ella encaminandose detrás de su hija.

—...Y yo su padre.

Esas palabras contundentes no llegaron solas. Él la tomó del brazo, quedaron pegados mirando hacia distintas direcciones hasta que fueron girando sus rostros y las bocas se encontraron demasiado cerca, los ojos azules del griego le gritaron furiosos miles de ofensas a los grises de la oportunista Nicole. No obstante, también me gritaban algo más: un fuego arrasador cargado de hambre que no se había apagado en cinco años. 

¡Maldita fuera! La tenía a centímetros de distancia y la presión en el brazo de Nicole fue tan dolorosa que ella se quejó bajito. 

—Quiero que seas mi papi, señor Tonto —habló entonces Phil, muy curioso por la cercanía entre su madre y aquel desconocido—. A mí no me importa que hables raro… pero solo voy a quererte si Dayana también te quiere.

Dayana sintió todavía más presión en su brazo mientras veía cómo su pequeño hijo salía corriendo detrás de su hermana.

—¿Así será siempre? —Nicole intentó soltarse sin éxito—. ¿Vas a medir tus fuerzas conmigo cada vez que quieras algo?

Él no respondía porque solo podía pensar en lo dulce que sabían sus labios. Unos labios que todavía podía recordar como si los hubiera probado por última vez hace solo cinco minutos y no cinco años. 

Pensaba en el deseo que sentía de morder sus comisuras en un fuerte beso y el cabreo que aquello le provocaba.

Héctor luchaba consigo mismo, tenía un objetivo antes de volver a verla, tenía tantas cosas claras… hasta que ella se había vuelto a adueñar de su cabeza y su destino sin poder preveerlo. Ahora se sentía perdido, como dando vueltas en medio de un camino de varias salidas y en todas había trampa. Nicole era su trampa.

—No tienes ni idea de lo que podría hacerte —gruñó el griego entre dientes—. Iremos juntos. Y no me discutas.

—No soy un soldado a tu servicio, Héctor.

—¡No! —sostuvo él acercando más sus rostros—. ¡Eres mi esclava ahora y harás lo que diga si quieres seguir al lado de tus hijos!

—Eres un gran hijo de perra —se enfureció ella y el hombre que la sometía la pegó más a él, casi besando su boca—. No te atrevas a besarme.

—A lo primero te diré que estás en lo cierto y no sabes cuánto y puedes estar conforme porque al menos no les voy a negar tu existencia. En cuanto a lo segundo, te recuerdo que eres tú la que se ofrece sola —se mofó él con acritud—, si quisiera besarte solo tendría que darte un chuche como a los perros, y tú solita menerías la colita.

Nicole sintió aquel golpe sin mano tan fuerte que le dió fuerzas para empujarlo y conseguir que se distanciara de ella al fin. Le quiso escupir en la cara, pero su pequeño hijo los interrumpió llamándolos a voces y de todas las cosas que se atascaban en su garganta, solo le dijo con ira visible:

—Eres el tipo más miserable que he conocido y jamás volveré a ser tuya por voluntad propia. Eso puedes darlo por hecho, maldito miserable… ¡Lo juro por mi vida!

—No jures en vano, pequeña Hudson. Espero que tengas claro que voy a recordarte estas palabras la próxima vez que te tenga dispuesta para mí… —ella sintió unas tremendas ganas de llorar—. Y créeme que no deberías provocarme demasiado. Puedo hacer que mastiques y tragues cada una de tus palabras muy pronto si me lo propongo.

Con la rabia devorando sus entrañas ella decidió callar. Se quejó bajito profiriendo improperios en contra del padre de sus hijos mientras se encaminaba a ver a los niños con el susodicho detrás. 

Le hacía sentir incómoda pensar que podía estar mirándole el trasero o pensando en aquella ocasión en que la hizo suya, pero la vergüenza de la situación se acrecentaba en sus pesadillas justo por el episodio que habían protagonizado segundos antes. 

Mientras ella pensaba que aquello no funcionaría, él trataba de controlar las ganas que sentía (sin explicación lógica alguna), de ponerla contra la pared y reclamar su boca, su cuerpo y su placer allí mismo. Héctor estaba cada vez más enfadado consigo mismo por desear tanto a esa maldita mujer que tanto daño le había hecho.

—Deja que sea yo la primera en hablar —pidió ella entonces.

Él se limitó a extender una mano para hacerle un ademán y que entrara a la habitación de los chicos. No pensaba discutir otra vez, estaba claro que le aumentaba el deseo por ella y no se sentía seguro.

Cuando ambos entraron Nicole suspiró en tanto él se sonrío recordando cuánto le gustaba en su niñez hacer eso que ahora hacían sus hijos. 

Los gemelos estaban metidos en una cabaña indígena orquestada con toda la parafernalia que su madre había podido conseguir y ahí dentro se hallaban refugiados.

—¿Podemos pasar, Gran Jefe Indio? —les pidió su madre y el chico abrió la oscura tela dejandoles ver a ambos—. Estamos de paso por sus tierras y venimos a pedir refugio.

Héctor se sintió un infante otra vez. No entendía qué sucedía en su fuero interno, pero verse de pronto acostado en el suelo con aquella mujer y sus pequeños hijos, la cabeza metida en la cabaña y fingiendo ser parte de un absurdo juego le parecía irreal. Sin embargo, lo disfrutaba altamente...

—No aceptamos desconocidos —saltó la niña poniendo cara de disgusto—. Mucho menos si hablan raro.

—Y… —se aventuró Héctor proponiendo—, ¿si te permito conquistar luego mis territorios? 

Los dos adultos se miraron incapaces de creerse lo que hacían. Él no entendía por qué simplemente no venía con sus abogados y la policía si hacía falta y se llevaba a sus hijos sin todo aquel despliegue de juegos pueriles. Ni ella entendía cómo podía haberse complicado tanto su vida, ni por qué él se empeñaba en tener hijos cuando había dejado claro que ser padre no era y jamás fue una intención suya.




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