—¡Hogar dulce hogar! —exclamó la chica de cabello corto castaño, con un nudo en el estómago que le impedía expresar valentía en su voz.
Su tono era suave y carente de la confianza que solía caracterizarla. Con angustia, examinó la entrada de su antigua casa, que alguna vez consideró su hogar. Había pasado un tiempo desde su última visita, y cada paso temeroso la acercaba más a la puerta, desvelando la inquietud que la embargaba en ese momento.
Cada inhalación profunda revelaba la agitación que se apoderaba de ella, mientras una nube de incertidumbre se instalaba en su mente. ¿Qué le ocurría realmente? Se preguntaba a sí misma, sintiendo como si aquella palabra estuviera grabada a fuego en su frente, delatándola en su estado de vulnerabilidad.
—¡Ya cálmate! —se reprendió a sí misma con un deje de reproche—. Estás exagerando, no hay nada que temer. Eres una adulta ahora y no es el fin del mundo. Hoy en día es normal... —se dijo, intentando infundirse algo de valor y convicción, aunque las palabras sonaban huecas en su mente en ese momento de debilidad.
Aún no comprendía el temor que le generaba volver a casa. Era inexplicable el pánico que surgía al volver a ver a su padre. Y no entendía por qué tuvo que hacer aquella parada. Su subconsciente la había puesto en esta posición estresante, ya que no era la primera vez que viaja a San Francisco e ignoraba totalmente la existencia de su familia.
Maya, había logrado hacer de esta ciudad un lugar seguro donde podía ser ella misma sin las interrogantes del mundo exterior. Todo lo opuesto a la existencia de una familia disfuncional; gritos, comentarios machistas, las ideas retrógradas, peleas constantes y un padre intolerante. Simplemente las cosas nuevas o raras no encajaban allí.
—Aquí voy... —murmuró para sí misma, inhalando profundamente antes de tocar la puerta pintada de blanco, adornada con una calcomanía enorme de un conejo rosa con una cesta llena de huevos. La imagen provocó un gesto de desaprobación en su rostro, revelando una pequeña mueca de disgusto.
A veces, Sarah se sorprendía al notar ciertas similitudes entre ella y su padre, una sombra del pasado que parecía seguir acechándola. Sin embargo, se esforzaba por romper esa cadena de comportamientos y características.
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Dinamarca
De: Lucy
Lamentó no haber respondido
a ninguno de tus mensajes, pero
acepto tu invitación a cenar
cuando estés de regreso.
1:30 am
Recibido: 5 de abril del 2013
De: Lucy
Lo siento, a veces suelo crear películas en mi cabeza en serio.
Fue una locura pensar que tú eras aquel príncipe superficial y egocéntrico hasta llegué a pensar que llevabas un disfraz, que locura, ¿no? Pero tú, eres una buena persona. Es solo que esta siendo un mal momento en mi vida para confiar en los demás!!!
1:36 am
Recibido: 5 de abril del 2013
Desde la penumbra de la habitación, Edwards se encontraba sumido en un mar de escepticismo y confusión, sin saber dónde dirigir su mirada. Sus ojos alternaban entre el sutil mensaje de Lucy, que leía una y otra vez en busca de respuestas, y la presencia de la joven desnuda que reposaba plácidamente en su cama. La dualidad de sus pensamientos lo atormentaba, sintiendo un profundo sentimiento de autodesprecio que le impedía encarar la situación con claridad.
—Oye... —musitó en un tono débil, abriendo los ojos lentamente y dejando escapar un bostezo
ahogado— ¿Está bien, alteza? —preguntó la joven con intriga, observando la inexpresiva expresión en el rostro de Edwards, quien parecía perdido en sus propios pensamientos.
Ante el silencio de Edwards, la joven se envolvió en las sábanas y se acercó a él, depositando un beso en su mentón con un gesto de confianza y burla.
—¡Alteza! —exclamó de nuevo, esta vez con tono juguetón y seguro de sí misma.
—Yo... creo que la amo —susurró en un murmullo, con la mirada perdida, mientras se encaminaba hacia la puerta y abandonaba la habitación, dejando a su aturdida acompañante con un comentario que resonaba en el aire como una bomba de emociones inesperadas.
La mente de Edwards se bloqueó por completo, incapaz de procesar la existencia de aquella mujer desnuda, mientras las palabras de la joven resonaban en su mente como un eco lejano y perturbador. La confusión y la sorpresa lo invadían, sumiéndolo en un mar de pensamientos turbios y sentimientos encontrados que lo dejaban sin aliento y sin respuestas.
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San Francisco
En la entrada de la casa, una mujer robusta de cincuenta y tantos años, vestida con un delantal adornado con estampados de conejitos y unas orejeras a juego, sostenía una bandeja de galletas con una sonrisa amable y chispeantes ojos.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó en un tono amable y una amplia sonrisa empequeñeciendo los ojos un poco tratando de recordar dónde había visto aquella cara.
—Yo… —comenzó Sarah, pero fue interrumpida por la mujer, quien la abrazó con cierta algarabía, exclamando.
—¡Oh por Dios! ¡Eres mucho más bonita en persona!
Sarah, sorprendida por el gesto efusivo, respondió con sarcasmo.
—¡Oh sí soy yo! ¿Y quién diablos se supone que eres tú?
Sin esperar respuesta, Sarah entró a la casa sin pedir permiso y se dirigió a la cocina, donde se detuvo bruscamente al ver los cambios en el vestíbulo.
—Espera… —dijo de repente, haciendo que la mujer chocara contra su espalda—. ¿Esta casa no la han vendido cierto? Porque sería ilegal que esté caminando así justo ahora dentro de ella y tú no eres una asesina en serie, ¿cierto? Me lo diría si fuese el caso… Obviamente no, pero…