La Cenicienta de Queens

Capítulo 40: Desde hace cuatro días

Lucy, permanecía inmóvil en la cama, contemplaba la habitación bañada por la luz del sol. Las amplias ventanas estilo nórdico ofrecían una vista al jardín, como si estuviera en un escenario de cuento de hadas o una producción de Broadway. Cuatro días en este lugar y aún le costaba asimilarlo.

Las sábanas de algodón egipcio, con sus seiscientos hilos, acariciaban su piel mientras trazaba círculos con los dedos. La sensación era seductora, y su imaginación volaba. El colchón, con lujosos muelles y capas naturales, la hacía sentir como si flotara en una nube. Nada que ver con su modesto colchón de Ikea, que ahora ponía en entredicho que alguna vez haya sido cómodo. En ese momento, Lucy deseó enfermar, solo para quedarse en esa cama.

—¡Buenos días solecito!

Escuchó exclamar en un tono ronco, animoso y un tanto burlón. Ella sonrió con cortesía y se incorporó a la cama, mientras observaba cómo terminaba su recorrido al lado de una de las grandes ventanas sin siquiera mirar a través de ella. La morena supuso que aquel escenario era algo normal para él.

—¡Ya sé, qué le has hecho a Edwards…! —espetó con un dedo levantado, luego giró en sus talones dándole la espalda y caminó varios pasos.

Como cada mañana desde hace cuatro días, Enrique llegaba al aposento que habían designado para ella. Esté llegaba antes que el ama de llaves y las dos mucamas que ahora estaban a su servicio, para evitar ser regañado.

—Le has hecho un hechizo —soltó, volviendo a girar hacia ella y caminando despacio hasta una butaca estilo Luis XIV y dejando caer su cuerpo en ella—. Ya que no eres tan alta, ni de piernas largas.

Desde que Lucy, llegó al palacio, con ella también había llegado una especie de conmoción. Por todos los rincones de la corte se rumoraba que el príncipe heredero se había enfrentado a su madre, su majestad la reina, por el amor que dice poseer hacía la chica neoyorquina de piel exótica. Aquello no dejaba indiferente la curiosidad del joven príncipe; quería descubrir qué era exactamente lo que su hermano veía en ella. ¿Por qué estaba tan embelesado? No podría ser a causa de su personalidad débil y sosa. También ponía en duda que fuera por su estatura mediana o sus grandes ojos brillosos que no conseguían sostener la mirada por mucho tiempo, quizás lo exótico de su piel, pero no a causa de un estupendo bronceado en algún rincón paradisíaco. No tenía sentido, ella no se parecía a ninguna chica con la que Edwards había aparecido antes en primera plana en revistas de chismes o periódicos. Pero ahí estaba. La primera mujer que su hermano llevaba a casa y se le parecía bastante común.

Ligeramente consciente de las palabras de Enrique, ella le lanzó una mirada inquieta mientras sentía sus mejillas arder. En cambio el joven príncipe la observaba con una mezcla de curiosidad y diversión, y sus labios apretados en una enorme sonrisa esperando una respuesta de su parte. El chico ni siquiera parecía entender que aquello mitigaba el humor de Lucy, y la arrinconaba en una posición incómoda.

Ella entre abría y cerraba ligeramente los labios para tratar de expresar alguna palabra, algo, lo que sea que pudiese saciar su curiosidad un tanto tosca, pero no conseguía alinear sus ideas. Claramente no sabía qué pensar, el chico tenía un buen argumento. ¿Qué era lo que Edwards veía en ella, que nunca vio en otras mujeres? Hasta el punto de llegar a enfrentar a su madre por imponer su presencia.

—¡Seguiremos después...! —exclamó poniéndose de pie y resoplando un fuerte suspiró profundo—. Pero... no dudes que averiguare, ¿qué le has hecho a Edwards? Para que este todo el día suspirando como un idiota —le advirtió con una genuina sonrisa simpática, saliendo con prisa del aposento.

Apenas la puerta se cerró, ella dejó salir todo el aire que había estado conteniendo en sus pulmones y el cuerpo se relajo. Pero de inmediato sintió como volvía abrirse nuevamente y el cuerpo volvió a ponerse en un estado de rigidez.

—¡Muy buenos días, señorita Andrews!

Lucy, observó sin pestañear como dos mujeres entraban a la habitación y exclamaban los buenos días con mucho cuidado en su timbre de voz. No tan alto que pudiese llegar a perturbarla, ni tan bajo que no pudiera llegar a escucharles. Las mujeres que llevaban un vestido con un delantal que caía hasta sus rodillas a blanco y negro y una cofia en la cabeza que cubría casi todo el cabello. Inclinaron ambas la cabeza ligeramente en modo de respeto, pero no demasiado como hacían cuando estaba algún miembro de la familia real.

—¿Café?

Preguntó de inmediato una de ellas, parada al lado de un carrito de servicio en metal, que llevaba una máquina de expresso plateada. La mujer tomó una impecable taza blanca y aguardo en silencio con un semblante neutro a la espera de su respuesta.

—Yo... puedo preparar mi propio café, no me molesta —soltó con una carcajada tímida—, o podrían decirme dónde queda alguna cafetería, un Starbucks estaría bien. Podría comprar café para todos —sugirió la morena añadiendo una sonrisa forzada, sin saber que hacer o decir. Cada mañana sentía que pasar por esto era innecesario. No estaba allí para ser consentida y para su sorpresa, ni siquiera ella sabía exactamente, ¿por qué estaba ahí?

La mujer todavía se encontraba al lado de la máquina pacientemente esperando su respuesta.

—Bueno... ¡¿descafeinado y con leche?! —inquirió con dudas, tratando de adivinar si lo que había dicho era lo correcto.

—¡Enseguida! —exclamó con ánimo y enseguida sirvió el desayuno en un encantador comedor victoriano de dos sillones, mientras su compañera se paraba al lado de la cama sosteniendo una bata de satén.

—¡Perfecto! Veo que ya está despierta.

Otra mujer que llevaba falda y chaqueta formal, de un color azul oscuro y con el pelo impecablemente recogido en un moño bajo, entró a la habitación con lo que parecía ser una agenda y un bolígrafo.

—Bien. Podríamos repasar su agenda de hoy.




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