Solo necesitaba tranquilizarse. Así que tomó aquel nudo en la garganta y lo sumergió hasta su estómago. Allí, sin dudas, eventualmente desaparecería sin notarlo. La ansiedad la invadía y con ella unas ganas estresantes que servían como aviso de que al más mínimo inconveniente se desbordaría en lágrimas involuntarias.
—¡Oh, Nueva York! Un lugar sin dudas encantador, pero desordenado.
La morena sonrió levemente con amabilidad. Desde ahora debía tener presente cómo agradecer un comentario con un gesto de cortesía y clase.
—También debo admitir que es usted... —espetó acompañado de una mirada de superioridad—, un tanto exótica —añadió sin disimulo y sin importar si aquel comentario la podía hacer sentir incómoda—. Nada habitual a lo que el príncipe está acostumbrado.
Ya sabía a lo que se referían cuando decían aquello. Ya lo tenía claro. Pero se encargaban de repetirlo una y otra vez como si fueran discos rayados. No era la típica mujer extremadamente esbelta de pelo rubio, castaño o pelirrojo, pómulos marcados, piernas largas, sonrisa perfecta y nariz respingada. Ella solo era corriente. No tenía títulos, ni una gran fortuna, mucho menos alguna profesión trascendental. Solo era Lucy Andrews; una chica de veinticuatro años, que vive en Queens, en un modesto departamento carente de lujos, con su único familiar cercano fallecido y una madre cuyo paradero es un misterio.
—Pero supongo que tal vez, el príncipe solo quiere probar algo nuevo, más exótico... solo somos jóvenes una vez.
Se carcajeó, y Lucy sintió como aquellas palabras llegaban con juicio hasta sus oídos. Definitivamente no quería darle importancia. Se negaba siquiera a pensar que aquello estaba dirigido hacia su color de piel y también asumió en su cara deliberadamente que solo era el nuevo pasatiempo del príncipe. Aquel hombre de mediana edad que le acompañaba en la pista de baile del gran salón, no era más que un ególatra machista tachado en la prehistoria, con un título que supuestamente lo hacía noble. Pero definitivamente, la chica pensaba que el respeto no era algo que se pudiese otorgar y llevar en papel.
La morena buscaba a Edwards con insistencia, observando por encima del hombre de su acompañante. Habían pasado tan solo diez minutos, pero para ella estaba siendo una desagradable eternidad. Lucy se sentía aturdida. A dondequiera que sus ojos volteaban, solo veían a personas con trajes hermosos que se regocijaban con naturalidad en la atmósfera. Incluso era difícil apartar la mirada de las lujosas joyas alrededor del cuello de las mujeres y los ostentosos Rolex alrededor de la muñeca de los hombres. De inmediato, la chica se sobresaltó, saliendo de sus pensamientos cuando sintió la mano de su acompañante descender demasiado hacia su espalda baja. Lucy tragó saliva mientras el hombre sonreía con soberbia. La chica se sintió asqueada y algo en su estómago se descompuso, y justo cuando se disponía a retirarse, aunque fuese interpretado como un desplante, escuchó una voz familiar exclamar cerca de ellos.
—¡Me permite esta siguiente pieza! —expresó haciendo una cómica reverencia ante ella y extendiendo la mano—. Creo que la ha acaparado demasiado, por no decir que le ha provocado asco.
—¿Cómo te atreves…?
—¡Por supuesto!
Le interrumpió, contestando de inmediato, tomando su mano, sin siquiera detenerse a mirar la arrugada cara de aquel hombre. Prontamente la música volvió a resonar, inundando con la melodía el gran e histórico salón de techos muy altos y excelente acústica.
—¿Me ha extrañado? —preguntó con una brillante sonrisa gentil aunque un tanto altanera, y la miraba sin parpadear, esperando su respuesta.
Lucy se tragó un nudo en la garganta y guardó silencio, sus rodillas comenzaron a temblar. Había un fuego ardiendo en los ojos de aquel desconocido, el mismo fuego que despertó en ella una rara sensación.
—Lo sé... estas fiestas pueden ser abrumadoras —aseguró mientras se movían al compás de la música y él dirigía—. Ves ese hombre con el monóculo, allá.
Señaló con disimulo y Lucy, aún en silencio, asintió con la vista hacia la dirección que especificaba.
—Es el Barón Bentinck, se ha casado cinco veces en los últimos dos años. Su última esposa afirmó que estar casada con él durante cinco meses le ayudó a darse cuenta de que prefiere a las chicas.
Aquello consiguió una pequeña carcajada de su parte, y el desconocido sonrió con satisfacción.
—¿Qué hay de aquel hombre? —preguntó con una fina voz, refiriéndose al hombre de mediana edad del cual la había rescatado. Ella sentía cómo las lágrimas se agrupaban en su garganta.
—Es un cerdo —contestó en un tono hostil.
Lucy se percató de que su animoso estado de humor pasaba a uno más serio, así que decidió intervenir.
—¿Qué hay de aquella mujer? —apuntó con la mirada pero sin tanta naturalidad como su nuevo acompañante.
—Así no va el juego —le susurró a una poca distancia del oído. Y con aquello la chica sintió varias palpitaciones en algún lado de su cuerpo—. Debes sonreír, murmurar bajo y observar con disimuló. Sino, podrías ganarte el despreció de algunos nobles... no de manera directa pero si a tus espaldas, lo que sin dudas es mucho peor. Créeme.
—Y no es justo lo que hacemos ahora, nos divertimos a costa de ellos, digo, a sus espaldas.
—Es usted muy directa señorita —declaró, sujetando firme su cintura para coordinar sus movimientos—. Sin embargo, lo mío es más un preámbulo. No la había visto antes y me da la impresión que no está acostumbrada a todo esto...
—¿A los, lujos...?
Su forma de titubear disminuyendo el timbre de voz y mordiendo su labio inferior de manera involuntaria, pero a la vez arrojando las verdades con miedo. Le agradaba al desconocido.
—No. La hipocresía de una corte —musitó, haciéndola girar en la pista de baile y de manera inconsciente, el desconocido sonrió cuando se encontró con su cara nuevamente.