La cenicienta de Queens

Capítulo 42: Tenemos un trato

Esta se giró hacía él lentamente intentando no despertarlo y miró su adormilada cara, mientras Edwards la apretaba fuerte por la cintura y la acercaba hacía sí como temiendo que se le escapara.

—¡Debo irme ahora! —susurró bajito y con dudas, tratando de salir de sus brazos. Y aunque sus palabras decían eso, su cuerpo reflejaba todo lo contrario—. Antes de que el ama de llaves, note que no he dormido en mi habitación.

El ama de llaves le había dicho hace dos días que no era apropiado que durmiera en la misma habitación del príncipe, ya que aquello podría mal interpretarse, asumiendo que es su amante. Aunque aquella sugerencia más que ser amistosa, iba extendida de manera apática. Pero, ¿y si lo era? Edwards aún no se había dignado a despejar sus dudas.

—No... —soñoliento, susurró igual solo que en uno implorante, para luego apretarla con mucha más fuerza contra su cuerpo y pegando la frente a la de ella—. Me traumaste en París —aseguró en un tono bromista.

El aliento tibio de Edwards que iba a parar a la comisura de sus labios la desajustaba. Estaba consciente de su presencia y se sentía extasiada; habían hecho el amor toda la noche hasta quedar sin fuerzas, jadeando y sudorosos. Sin embargo cuando la mano de este descendió despacio por su espalda, llegando de manera sorpresiva a su trasero, la morena soltó un chillido apenada y al mismo tiempo el príncipe dejó salir una carcajada ahogada. No se cansaba de su adorable ingenuidad.

—¡Te ves bien ahí! ¡Mi cama te sienta bien! ¡Perteneces a ella! —exclamó entre abriendo los ojos, sus pupilas brillaban—. No sé qué me estás haciendo, pero por favor, no te detengas.

Cada día, Lucy se metía más y más en su corazón, derritiendo en el proceso todo el hielo que aún quedaba en él.

—Dado que tu cuerpo asegura lo contrario a tus palabras; podríamos retomar lo de anoche —sugirió, con una mirada lujuriosa, deslizando lentamente sus largos dedos por el muslo derecho de la morena.

Su toque hizo que esta se estremeciera. Una sonrisa brillaba en los labios de Edwards, la misma que la tentaba a sucumbir hacía el deseo insaciable. Quería, por supuesto que quería, pero también necesitaba un rumbo, un faro que alumbrara con fuerza a la orilla del muelle. Porque despejar las dudas por si misma, estaba siendo tormentoso.

Lucy, debía reconocer que si algo había que destacar en Oliver, era su inmensa paciencia para escuchar todo lo que tenía para decir y preguntar, y era bastante. Pero con Edwards, era tan diferente. A él parecían no gustarle las palabras y ella simplemente no podía renegar de su naturaleza. Necesitaba hablar y ser escuchada, aunque lo hiciese con torpeza.

—Te gustaría preguntar algo… —apuntó, esperando que tal vez él tuviese los mismos pensamientos, la misma curiosidad por saber cada pequeña cosa de su vida.

—¿Podría besar tu cuello o comenzar en tus piernas?         —inquirió en un tono travieso, depositando un pequeño y tierno beso en su hombro derecho en modo de prefacio.

El cuerpo de esta reaccionó al beso y le otorgó una sensación de hormigueo. La tensión viajaba desde sus muslos, pasando por su pelvis; su sentimientos ardían en el interior y sus labios, anhelaban besarle. En cualquier otra circunstancia le habría seguido el juego, cayendo rendida a sus pies.

—Sabes, sólo olvídalo… —replicó con un suspiró de frustración, luego alzó la vista hacía arriba con una pequeña mueca de decepción—. Debo regresar a mis aposentos.

Se escabulló del abrazo como pudo y se puso de pie. Ahora sus palabras y su cuerpo estaban en sincronía.

—¿Lucy qué haces? —preguntó con desconcierto. Pensando que tal vez habría hecho o dicho algo imprudente—. Si he dicho algo que te ha molestado, lo lamento...

Edwards no tenía ni idea de la proporción del problema. Este la visualizaba con dudas, mientras la veía ponerse la ropa interior y cubrir su cuerpo semi desnudo con una bata. Y de inmediato el cuerpo del príncipe se puso rígido. Sintiéndose igual que un niño deseoso de caramelos, que sus padres habían apartado de su vista. 

—Ahora, si me permite —la morena volteó a verle con brevedad y de forma imprevista hizo una reverencia—, me retiró a mis aposentos su alteza —señaló con una sonrisa que iluminó su pena un instante. Pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.

—¡Lucy, por el amor de Dios, detente!

Edwards, se puso de pie de un saltó y se interpuso entre ella y la puerta.

—¡Por Dios, mujer! ¿Dime ahora mismo que te pasa? Y cuándo aprendiste a ser irónica.

—¿Lo ordenas o lo preguntas? Y no soy para nada irónica.

—¡Ja! Ahí está de nuevo.

Edwards dejó salir afuera una carcajada mientras apuntaba en su dirección y su cuerpo aún se interponía entre la puerta.

—¡Lucy, lo preguntaré de nuevo! ¿Qué te sucede?

—Y si no respondo, acaso me cortadas la cabeza               —espetó.

Al escuchar aquel comentario, Edwards arrugó la nariz, empequeñecío los ojos y contuvo la risa.

—¡Por Dios Lucy! No soy Enrique VIII. Y si así fuera el caso, tendría que embarazarte primero para luego esperar paciente por nueve meses.

Este no pudo contenerse por más tiempo y estalló en risas y aunque suponía que tal vez Lucy no había entendido nada, simplemente no podía parar de reír.

—¡Apártate ahora! —exclamó. Edwards alzó la vista, detuvo la risa y comenzó a preocuparse por la expresión desencajada en su rostro.

—Mira... —alzó ambas manos en forma de paz y caminó hacía ella con lentitud—. No soy bueno con las relaciones, para ser honesto esta es la primera relación en la que estoy. Suelo ser egoísta, pretencioso y arrogante. No me importan mucho los sentimientos de los demás a excepción de mi madre y Enrique, y ahora los tuyos. Soy bueno en la cama, un rompe corazones según los enunciados, poseo lujos, títulos y una vasta fortuna, también debo reconocer que tengo una larga lista de escándalos y mujeres que me preceden. No pienso ocultar el sol con un dedo. Antes de ti, no me habría tomado la molestia de preguntar siquiera si pasaba algo. Así que te preguntaré una vez más y las veces que sean necesarias. ¿Lucy Andrews, qué te ha molestado?
—declaró parado al frente de ella. Lucy cerró los ojos por lo que pareció una eternidad y luego lo miró de una forma que a Edwards casi se le detiene el corazón.




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