Un par de lágrimas ruedan por mi cara al ver desaparece su auto al final de la avenida. No era así como quería que fuera nuestra despedida. Luis fue mi apoyo, mi guía, mi amigo incondicional. A él le debo todo lo que soy. Hundo la cara en mis manos y comienzo a sollozar. No fue mi intención lastimarlo. Sé bien lo que te duele, que te rompan el corazón, lo viví en carne propia una y otra vez. Así que siento en el alma que por mi culpa está sufriendo, que haya sido yo, precisamente, la que haga añicos su corazón.
―¿Le pasa algo, señorita?
Aparto las manos de mi rostro y giro la cara para mirar hacia atrás.
―Lo siento ―aparto la humedad de mis ojos y fuerzo una sonrisa al hombre que me mira con cara de preocupación―. Estoy bien.
Insiste al ver que mi llanto no se detiene y que las lágrimas continúan deslizándose como cascadas interminables sobre la piel de mis mejillas.
―¿Está segura?
Asiento en respuesta.
―Pierda cuidado, señor ―esta vez le respondo con mayor seguridad―. Le agradezco su preocupación por mí.
Me mira durante algunos segundos y, finamente, asiente en respuesta. Me recompongo una vez que se aleja y me doy la vuelta para ingresar al hotel. Mis piernas se tornan flácidas y mi corazón comienza a bombear con todas las fuerzas.
Me dirijo a la recepción con energías renovadas y con la mejor sonrisa de mi repertorio instalada en mi boca.
―Buenos días ―saludo al joven de la recepción, que no es el mismo que vi esta mañana al salir―, estoy hospedada en el Penthouse ―comienzo a explicarme, mientras percibo el intenso cosquilleo que se ha desatado en el fondo de mi estómago. Estoy que exploto de la emisión―. ¿Puede por favor facilitarme la llave para poder ingresar a la habitación?
El joven sonríe con amabilidad.
―Por supuesto ―me muestra sus dientes perfectos y blanquecinos―. ¿Podría indicarme su nombre, por favor?
Niego con la cabeza.
―No, es que mi nombre no está registrado ―intento explicarle, pero estoy tan emocionada que me cuesta hacerme entender ―. Lo que quiero decir ―aclaro mi garganta―, es que la habitación no está a mi nombre.
El chico se me observa inexpresivo.
―Lo siento, pero no puedo dejarla entrar si no aparece en nuestros registros.
Maldigo en voz baja e intento calmarme, porque estoy a punto de perder los nervios. Aferro los dedos con fuerza al asa de mi cartera.
―¿Hay alguna manera de que pueda tener acceso a la habitación?
Asiente en respuesta y aquello me hace suspirar con alivio.
―Sí, debe hablar con nuestro huésped y pedirle que se comunique con el hotel para que autorice su ingreso.
Sonrío y hago lo que me pide.
―Por supuesto, haré una llamada y verá que todo se resolverá de inmediato.
Coloco la cartera en el mostrador y meto la mano en el interior para sacar mi teléfono, pero no lo encuentro. ¿Dónde está? Las palpitaciones de mi corazón se disparan en un segundo. Hago memoria y entonces recuerdo que lo dejé en la encimera del desayunador. Estoy temblando de pies a cabeza. ¿Cómo voy a avisarle a Clive para que le diga a su chofer que venga a buscarme?
Inhalo profundo y planto mi mirada preocupada en su cara.
―Lo siento ―trago grueso―, pero dejé el teléfono en la habitación ―le indico, preocupada―. Necesito subir para poder recuperarlo y hacer la llamada.
Niega con la cabeza.
―Lo siento, pero no puedo dejarla subir, en este hotel somos muy estrictos con la seguridad de nuestros clientes.
Mis ojos se anegan de lágrimas.
n.
―La única manera que tengo para comunicarme con él, está allá arriba, en esa habitación ―le explico a punto de romper en llanto―. Por favor, ayúdame ―le suplico desconsolada―, si no consigo hacer esa llamada perderé al amor de mi vida.
El chico parece apiadarse de mi situación.
―La voy a ayudar, pero debe mantener esto en secreto ―se acerca al computador y comienza a mover sus dedos sobre el teclado―. ¿Cuál es el nombre del huésped?
Me limpio la humedad con la punta de los dedos y luego planto las manos en el mostrador.
―Se llama Clive, Clive Graves.
Mantiene la mirada fija en la pantalla de su ordenador mientras busca lo que necesita. De repente, detiene el movimiento de sus dedos y me observa con preocupación. Un latigazo de escalofrío atraviesa mi espalda y hace que los vellos de mi cuero se ericen por completo.
―¿Qué sucede?
Le pregunto con nerviosismo.
―Lo siento ―niega con la cabeza―, pero el señor Graves cerró su cuenta esta mañana al abandonar el hotel.
¿Cómo que cerró su cuenta? Clive jamás se habría ido sin mí. Mis piernas se aflojan y mis pulmones se quedan sin aire. Siento que el mundo se me viene encima.
―No, no puede ser ―niego con la cabeza―, debe haber alguna equivocación ―le indico al recepcionista con la voz temblorosa―, él y yo vamos a casarnos ―elevo la mano izquierda y le muestro la sortija de compromiso que llevo incrustada en mi dedo anular―. Clive me pidió que me casara con él y yo le dije que sí ―el chico me mira con lástima y pesar―. Él, él… ―el piso se mueve debajo de mis pies y la habitación comienza a dar vueltas―. Él no puede hacerme esto.