A veces me pregunto qué habría pasado si aquella noche no hubiese salido. Si hubiese preferido quedarme en casa viendo una película o si mis amigas hubieran cancelado en el último minuto. Pero la vida —y el desamor— comienzan en los lugares más inesperados. Para mí, fue en una discoteca de Marbella, en pleno agosto, bajo las luces de neón y el eco de una canción de los Backstreet Boys
Tenía veintidós años, un montón de sueños, y el corazón desbordando ganas de vivir. Aún recuerdo perfectamente esa noche. El aire era cálido, cargado de salitre, y nuestras risas se perdían entre el bullicio de la música y la gente. Estábamos en Trópico, un local popular entre los jóvenes de la zona. Yo llevaba un vestido corto azul y el pelo recogido en una coleta alta. Me sentía libre. Inconscientemente libre.
Fue entonces cuando se me acercó él. David. Alto, moreno, con una sonrisa confiada y ojos que parecían esconder algo que yo, ingenua como era, confundí con misterio.
—¿Bailas? —me dijo, como si nos conociéramos de toda la vida.
Lo miré de reojo. No me gustaban los chicos tan seguros de sí mismos, pero algo en su forma de mirarme me desarmó.
—Solo si prometes no pisarme —le contesté, sonriendo.
—Prometido —dijo, y me tendió la mano.
Bailamos. Hablamos. Reímos. No sé cómo pasó, pero de repente el tiempo dejó de importar. Cuando salimos a la terraza del local, ya eran las tres de la mañana y ni él ni yo queríamos que la noche terminara. Me habló de su trabajo organizando eventos, de su madre, de lo difícil que era encontrar a alguien “auténtico” hoy en día. Y yo, como una tonta, me sentí halagada.
Los días siguientes fueron un torbellino. Mensajes, llamadas, paseos por la playa al atardecer. Me sentía como si estuviera en una película romántica de las que siempre había soñado vivir. Mis amigas me decían que tuviera cuidado, que iba muy rápido. Pero yo no escuchaba.
Mi madre, como siempre, fue más prudente. Cuando le conté que estaba saliendo con alguien, me hizo esa mirada que ya conocía tan bien.
—¿Y qué sabes de él? —me preguntó mientras me servía café en la cocina.
—Lo suficiente —le respondí, tratando de evitar un interrogatorio.
—Cariño… solo te digo que no pongas todos los huevos en la misma cesta. A veces, lo que brilla mucho al principio…
No terminé de escucharla. Estaba demasiado ocupada soñando despierta.
Pasaron apenas dos meses cuando David me propuso irnos juntos a Mallorca.
—Allí hay más oportunidades —me dijo—. En invierno es más tranquilo, pero yo tengo contactos, y podríamos empezar algo serio. Juntos.
Me quedé callada. No era parte de mis planes. Yo quería estudiar Psicología. De hecho, ya había estado mirando opciones en Málaga. Pero él lo planteó como una aventura, como un paso valiente hacia nuestro futuro. Y yo quería creer en ese futuro.
—Podemos hacerlo —me dijo, mirándome con esos ojos que tantas veces me desarmaron—. Solo tú y yo.
Me dejé llevar. Dejé los estudios para “más adelante” y comencé a planear la mudanza. Mi madre se preocupó, claro.
—¿Estás segura de esto, Nuria? Lleváis muy poco… —Me dijo una noche.
—Mamá, si estoy segura. Es ahora o nunca.
Incluso la madre de David me animó cuando me pasé por su casa a recoger unas cosas.
—Eres lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo —me dijo con una sonrisa amplia—. Él necesita a alguien como tú, que le dé estabilidad.
Hoy, al mirar atrás, no sé si era una sonrisa sincera o una forma disimulada de advertencia. Pero en ese momento, todo parecía perfecto.
Nos fuimos a Mallorca al inicio del otoño. Yo, con una maleta llena de ropa, ilusión y planes por construir. Él, con sus promesas y su forma de mirar que, con el tiempo, fui descubriendo que no era misterio, sino control.
Así empezó todo. Con un baile, una promesa y una decisión que cambiaría el rumbo de mi vida para siempre.