El aeropuerto de Palma era un hervidero de turistas, un contraste vibrante con la tranquilidad de Marbella que habíamos dejado atrás. David, con su entusiasmo habitual, me tomó de la mano mientras salíamos a la cálida brisa cargada de salitre.
—¡Ya estamos aquí, mi marbellí preciosa! ¿A que esto es increíble?
Sonreí, aunque una punzada de incertidumbre se colaba en medio de mi excitación. El aire olía diferente, una mezcla de mar y flores desconocidas que me hizo sentir en otro mundo.
—Sí, es… diferente —murmuré, observando el ir y venir de la gente con maletas. Me preguntaba en silencio qué nos depararía esta nueva aventura.
Álvaro y Noelia nos recibieron con abrazos y una mesa repleta de delicias locales.
—¡Bienvenidos a la isla! —Esperamos que os encante —dijo Noelia, con una sonrisa luminosa que, en ese momento, me hizo sentir más en casa.
—Gracias, de verdad. —Las vistas desde aquí son espectaculares —respondí, embelesada por el horizonte azul salpicado de barcos.
Álvaro le dio una palmada a David en la espalda.
—Ya verás, Nuria, te vamos a enseñar los rincones secretos de esta isla. Calas donde el agua es tan transparente que parece que estás flotando en el aire.
A la mañana siguiente, mientras recogía los platos del desayuno, sonó el teléfono de la casa. Fue David quien atendió esa llamada.
—¿Sí, mamá? —contestó él, y tras unos segundos me tendió el teléfono con un gesto impaciente.
—Es para ti.
Lo cogí con una sonrisa forzada.
—¿Sí, señora?
—¡Ay, Nuria, cariño! ¿Ya estáis instalados? Tenía unas ganas de saber de vosotros… Y David, ¿todo bien?
—Sí, señora, todo perfecto, gracias.
Hubo una breve pausa, cargada de una expectativa no dicha.
—Bueno, pues mañana cojo el avión para Mallorca. Así veo cómo estáis y, ya sabes, quiero ver a mi niño, que lo echo de menos.
Miré a David, que evitó encontrarse con mi mirada, concentrado en su teléfono como si la conversación no fuera con él.
Cuando su madre llegó al día siguiente, traía consigo una bolsa de tela grande, rebosante de cosas que “seguro que necesitáis”, desde un bote de tomate frito casero hasta un mantel de ganchillo para que no se estropeara la mesa.
—David, cariño, ¿ya has mirado algo de trabajo, hijo? Con tu experiencia no te costará encontrar algo en los hoteles de la costa.
A mí me dedicó una sonrisa que no alcanzó sus ojos, mientras me escaneaba de arriba abajo.
—Nuria, cielo, ¿estás bien? Te veo un poco apagada. El viaje os ha cansado, ¿verdad?
Más tarde, quizá para aliviar la tensión que se empezaba a colar en el ambiente, David sugirió que fuéramos a tomar algo a un bar cercano. Era un local animado, con música suave y conversaciones flotando entre las mesas. Fiel a mi naturaleza extrovertida, le sonreí al camarero joven y moreno que se acercó.
—Una Coca-Cola, por favor —pedí con mi acento andaluz.
Volvió con las bebidas, dejando una para cada uno… excepto para mí.
—Uy, perdona, guapa —dijo con una sonrisa pícara—, para ti no hay Coca-Cola.
Solté una carcajada. Me recordó a alguno de mis amigos en Marbella.
—¡Qué malo eres! Menos mal que no me muero de sed.
David esbozó una sonrisa leve, más por cortesía que por diversión. Su madre, en cambio, me observaba con el ceño fruncido. Sus ojos, entrecerrados, analizaban cada gesto, cada palabra.
—Nuria es muy simpática, enseguida hace amigos —comentó David, quizás intentando suavizar la tensión que ella estaba generando con su silencio.
Pero ella no respondió. Su mirada seguía clavada en mí, con una expresión que me incomodó más de lo que quise admitir. Qué rara es, pensé. Aun así, traté de justificarla. Tal vez era tímida, o simplemente diferente. Pero algo en su forma de mirarme me hizo sentir juzgada, como si hubiera hecho algo mal sin saber por qué.
Al atardecer, me apoyé en la barandilla de la terraza, observando cómo el cielo se teñía de tonos naranjas y violetas. A pesar de la belleza del paisaje, una sensación de inquietud crecía en mi interior.
—¿Crees que hemos hecho bien en venir tan rápido? —le pregunté a David en voz baja, esperando una respuesta que me tranquilizara.
—Claro, Nuria. Es una oportunidad. No seas negativa.
Suspiré. La emoción inicial se estaba desvaneciendo, dejando paso a una incertidumbre que se colaba por las rendijas de mi optimismo. Una punzada de arrepentimiento me atravesó al recordar cuán poco había pensado en mí misma al tomar esa decisión. Todo había sido tan rápido, tan impulsivo. Como si el amor, por sí solo, pudiera sostenerlo todo.