Los días en Mallorca se deslizaban con una monotonía sofocante para mí. David trabajaba largas horas en el bullicioso hotel de la costa, y cuando volvía a casa, lo hacía agotado, con la mente puesta en la cena y en la televisión. Apenas notaba el silencio cada vez más espeso que me envolvía. La presencia constante de su madre en casa de Álvaro y Noelia se volvió una opresión invisible. Una sombra que se alargaba sobre cada una de nuestras interacciones, tiñéndolas de un resentimiento sordo. A pesar de mis esfuerzos por encontrar un empleo que me devolviera algo de independencia, y de mi discreta búsqueda de información sobre la Facultad de Psicología, sentía cómo una frustración profunda se me iba metiendo dentro. Cada comentario de su madre era como una pequeña punzada, recordándome mi dependencia actual y la promesa rota de una aventura compartida.
. —¿Esto es lo que quería? —me preguntaba con frecuencia, con una punzada de nostalgia por la vitalidad despreocupada de mi vida en Marbella. Incluso los escasos paseos que dábamos juntos David y yo se habían convertido en una formalidad incómoda, con su madre como figura omnipresente. Las conversaciones giraban en torno a la infancia de David, sus logros pasados y sus expectativas futuras, dejándome a mí relegada a un segundo plano, como una acompañante silenciosa. La posesividad de su madre era palpable, una barrera invisible entre nosotros. Una tarde, David regresó del trabajo con el rostro marcado por el cansancio.
—Nuria, ¿me haces un Colacao? —me pidió, dejando caer su mochila con un golpe sordo en el suelo del salón. Asentí, aunque un suspiro apenas audible escapó de mis labios mientras me dirigía a la cocina. El fregadero, como tantas otras veces, era un testimonio silencioso de la falta de colaboración en el hogar. Preparé la bebida en un vaso alto y se la llevé. Frunció el ceño al verlo.
—¿Esto qué es? Aquí no puedo mojar las galletas. Contuve una respuesta cortante. —David, no hay vasos limpios. Si quieres otro, puedes fregarlo tú. Antes de que él pudiera replicar, la voz autoritaria de su madre resonó desde el sofá.
—¡Nuria! No seas respondona con tu novio. Tienes que hacer lo que te pida. Algo dentro de mí se quebró. Me giré, enfrentándola con una calma tensa que ocultaba una rabia creciente.
. —Con todo respeto, señora, yo no soy la criada de nadie. David tiene manos y puede lavarse un vaso si lo necesita. Ella se levantó lentamente, con el rostro enrojecido por la indignación.
—¡Pero qué manera de hablarle a tu novio! En mis tiempos, la mujer se dedicaba a atender al esposo y al hogar sin rechistar. La miré directamente a los ojos, sin ceder.
—Pues en mis tiempos, las mujeres trabajamos y esperamos respeto. Y mi madre nos crió a mis hermanos y a mí para ser personas independientes, capaces de valernos por nosotros mismos. Quizás por eso en mi casa no había disputas por quién lavaba un vaso.
Unos días después, escuché fragmentos de una conversación entre David y su madre en la terraza, al caer la tarde. La voz de él sonaba cansada, casi defensiva.
. —Mamá, tienes que entender que las cosas han cambiado. Si algún día Nuria y yo nos casamos de verdad y ella encuentra un trabajo, las tareas de la casa tendremos que repartirlas de alguna manera. No puede recaer todo sobre ella.
La respuesta de su madre fue fría, categórica: —¡Pero qué ideas tienes, David! ¿Desde cuándo un hombre tiene que meterse en esas cosas? Para eso está la mujer en la casa.
—Tú preocúpate de tu trabajo y de traer el dinero, que ella ya se encargará de lo demás. —Sentí un escalofrío al escuchar esas palabras. Era la confirmación de una mentalidad inamovible… y de la falta de un apoyo real por parte de David. La tensión en el pequeño apartamento de Álvaro y Noelia era palpable, un silencio incómodo que se cernía sobre cada comida y cada encuentro casual. David evitaba el contacto visual conmigo, incómodo por el conflicto entre las dos mujeres más importantes de su vida. Esa fue la primera vez que me planté. La primera vez que me negué a seguir el guion que otros habían escrito para mí. En ese instante, la grieta en nuestra relación y en mi ilusoria vida en Mallorca se hizo más profunda. Y la imagen que su madre tenía de mí se transformó para siempre en la de una amenaza directa a su control.