Los días en Mallorca se convirtieron en una rutina predecible y cada vez más opresiva para mí. Aquel sol brillante que al principio me pareció prometedor, ahora solo iluminaba una realidad donde me sentía vigilada y cada vez menos libre. David seguía absorbido por su trabajo en el hotel; nuestras conversaciones por la noche se habían vuelto superficiales, monótonas... Se limitaban a anécdotas del trabajo o quejas sobre los turistas. No había espacio para mis silenciosas preocupaciones, que empezaban a pesarme por dentro. Su madre, por su parte, parecía haberse instalado permanentemente en el apartamento de Álvaro y Noelia. Su presencia constante era como una sombra. Estaba en cada rincón, en cada conversación, en cada gesto que yo intentaba tener con David. Las salidas al cine de los miércoles
—una tradición que él había traído de Marbella— se transformaron en una incómoda excursión de tres
. Su madre se unía siempre. Se sentaba en medio de los dos, comentando la película en voz alta, como si necesitara recordarnos que estaba ahí, que todo pasaba por su filtro. Cualquier intento de tener un momento íntimo con David se desvanecía en ese ambiente tan vigilado. Incluso me sentía observada durante la película. Como si esperara que cometiera un error. Un día, mientras Noelia y yo preparábamos una ensalada en la cocina, compartimos una de nuestras cada vez más frecuentes charlas cómplices.
—David siempre ha sido el ojito derecho de su madre —me dijo con una sonrisa suave. Es su niño mimado. Nunca siente que recibe suficiente atención, aunque ella esté constantemente encima de él, diciéndole qué hacer y cómo hacerlo.
Asentí en silencio, sintiendo que empezaba a ver con más claridad un rompecabezas que hasta entonces me había confundido. Noelia siguió hablando mientras picaba unos tomates cherry.
—¿Sabes? Tuvo una novia antes que tú. Se llamaba Sandra. Era una chica muy dulce; trabajaba en una floristería. A su madre no le gustaba nada. La miré con curiosidad. —¿Y eso? —pregunté. —Decía que no era lo suficientemente buena para él. Que no tenía “ambición”. Sandra era una chica sencilla, feliz con su trabajo. Pero su madre le hacía la vida imposible. Se metía en todas sus citas, le decía que la dejara. Y al final, lo consiguió. David lo pasó fatal.
Esa historia me golpeó. La historia de Sandra resonó dentro de mí con fuerza. Una punzada de inquietud se instaló en mi pecho. ¿Estaba viviendo yo lo mismo? ¿Era este un patrón? Más tarde, mientras recogíamos la mesa tras cenar, su madre me miró con ese tono que parecía preocupación, pero que siempre escondía un reproche.
—Nuria, cariño, ¿has mirado algo de trabajo hoy? Ya lleváis aquí un tiempo, y David está trabajando muy duro. No te puedes quedar con los brazos cruzados. Respiré hondo antes de responder, intentando mantener la calma.
—Sí, señora. He estado mirando online y he enviado algunos currículums. Estoy esperando respuestas. Suspiró de forma exagerada. —Ya… online… Pero hay que moverse, hija. Ir a los sitios, preguntar. David no puede manteneros a los dos. Sus palabras me atravesaron. Tan injustas.
No sabía nada de mis esfuerzos, de mis inseguridades, de la ansiedad que sentía en una isla que no era mía, con un idioma que no dominaba y una situación que cada día pesaba más. Sentí cómo la rabia se acumulaba en mi interior, en silencio. Otro día, mientras charlábamos con Noelia sobre películas y actores, se me escapó un comentario que nunca pensé que tendría consecuencias.
—A mí me encanta Mel Gibson —dije con una sonrisa soñadora. Es un hombre guapísimo. No había terminado de hablar cuando su madre, desde el sofá, levantó la vista con rapidez.
—¿Qué dices, Nuria? ¿Tú qué vas a estar engañando a mi hijo con ese hombre? La frase, aunque disfrazada de broma, tenía ese filo envenenado al que ya me estaba acostumbrando. Noelia soltó una risita incómoda, pero yo intenté responder con humor.
—Señora, eso es un sueño imposible, pero si fuera verdad, tenga por seguro que nadie se iba a enterar. Sonreí forzadamente, tratando de quitarle peso a lo que acababa de pasar. Pero no funcionó. Su expresión se endureció, como si hubiese cometido una falta grave. —Más te valdría tener esos pensamientos bien lejos de mi hijo.
David es un buen chico y no se merece esas tonterías. Me quedé en silencio, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda. Otra vez. Otra acusación velada. Otro momento en el que me sentía atacada sin motivo. Empezaba a parecer un patrón. Y aunque intentaba no darle demasiada importancia, cada comentario, cada mirada, cada crítica disimulada, se acumulaban dentro de mí como piedras.