La melodía de un nuevo amor.

Capitulo 5

Después de varias semanas de una convivencia tensa y un enfrentamiento directo, la madre de David finalmente anunció que regresaba a Mallorca. La excusa oficial era darnos “espacio”, aunque yo sospechaba que, en realidad, mi firmeza le resultaba cada vez más incómoda. Aquella mañana, mientras preparaba su equipaje, se respiraba en el ambiente algo parecido al alivio. Como si, por fin, se disipara una nube que llevaba semanas sobre nuestras cabezas.
David la acompañó al aeropuerto, intentando disimular lo que en realidad era evidente: se sentía aliviado. Yo me quedé en casa, ayudando a Noelia con las tareas, disfrutando de una tranquilidad que hacía mucho tiempo no sentía. Pero esa paz duró poco.
Unas horas después de que el avión despegara, por la noche el teléfono sonó. Era ella. Su madre.
A partir de ese día, sus llamadas se volvieron parte de la rutina. Hablaban casi todos los días, durante largos ratos. Él solía hacerlo en voz baja, a veces dándome la espalda, como si no quisiera que escuchara. Pero luego venían sus comentarios indirectos, sus “consejos” disfrazados de preocupación y esas sugerencias camufladas de buenas intenciones. Estaba claro que su madre seguía presente, aunque ya no compartiera techo con nosotros.
Yo, por mi parte, me sentía cada vez más sola. David estaba volcado por completo en su trabajo en el hotel, y allí parecía encontrar una satisfacción que no compartía conmigo. No había conseguido hacer amigas en Mallorca, y mis días transcurrían entre caminatas solitarias, tardes en la playa y silencios largos que ni el mar podía llenar. Me sentía vacía. Invisible.
Una tarde, mientras ayudaba a Noelia a recoger la ropa del tendedero, la escuché hablando por teléfono en la terraza. No pretendía espiar, pero su tono bajo y las pausas me hicieron prestar atención. Alcancé a oír partes de la conversación.
—Sí, Rosa, están bien... David está trabajando mucho... Nuria sigue buscando, aún no ha encontrado nada... Sí, ya le digo que no se desanime...
El nudo en el estómago fue inmediato. Sentí que informaban sobre mí como si fuera una especie de proyecto fallido. Como si no bastara con todo lo que yo misma me exigía, ahora también tenía que soportar la mirada constante de quien me juzgaba a kilómetros de distancia.
Otro día, quise sorprender a David preparando una paella, su plato favorito. Me esforcé. Quería recuperar algo, lo que fuera. Mientras comíamos, sonó el teléfono. Otra vez su madre. Y para mi sorpresa, comenzó a contarle, con todo lujo de detalles, lo que estaba comiendo.
—Sí, mamá, Nuria ha hecho paella hoy. Está muy rica, la verdad... Sí, con pollo y marisco, como te gusta a ti...
Yo lo miraba con una mezcla de incredulidad y resignación. ¿De verdad necesitaba compartir eso también? ¿Era tan importante su aprobación? ¿Incluso para un plato?
—Mamá dice que deberíamos buscar un piso más cerca del trabajo. —Que así estaré más contento para ir al hotel —me soltó días después, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Fruncí el ceño. No habíamos hablado nunca de mudarnos. Y la idea de alejarnos de casa de Álvaro y Noelia, donde al menos me sentía algo más libre, no me entusiasmaba.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, intentando sonar neutra.
—Bueno, ella cree que sería mejor. —Dice que así tendré más energía —respondió sin mirarme siquiera.
Me sentía cada vez más fuera de lugar en aquella relación.
Una tarde, mientras hablaba por teléfono con mi madre, intentando contener las lágrimas al escuchar la voz de mi hermana pequeña, David me hizo un gesto apurado.
—Espera, mamá quiere hablar contigo.
Tomé el teléfono con una sonrisa forzada, esa que usamos cuando queremos parecer amables aunque por dentro estemos agotadas.
—¿Sí, señora?
—Nuria, cariño, ¿ya has encontrado trabajo? David me ha dicho que sigues buscando online. Ya sabes lo que pienso: tienes que moverte más. David está preocupado.
David está preocupado. Qué ironía. Apenas hablaba conmigo. Apenas me preguntaba cómo estaba.
Los días se hicieron cada vez más largos. Extrañaba tanto a mi madre, a mis amigas, incluso a mi hermano con quien a veces discutía. Mallorca seguía siendo hermosa, sí, pero ya no la veía con los mismos ojos. Todo me parecía distante. Como si yo no perteneciera a ese paisaje.
Una tarde, viendo el atardecer desde la terraza, tomé aire y marqué el número de mi madre. Solo quería oír su voz.
—Mamá… estoy pensando en volver a Valencia —le dije, con un nudo en la garganta que anunciaba lágrimas.
—¿Estás segura, cariño? ¿Y David?
No supe qué contestar. Porque en el fondo, ya no estaba segura de nada.
Aunque su madre ya no estuviera físicamente con nosotros, su presencia seguía ahí, como un hilo invisible que lo ataba a ella. Y a mí, me apretaba el cuello. David parecía cómodo con eso. Yo, cada vez menos.




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