Las semanas se convirtieron en meses en Mallorca, y para mí la ilusión inicial se desvaneció por completo, dejando tras de sí una sensación de estancamiento y una frustración que no dejaba de crecer. Cada mañana me despertaba con ese mismo vacío en el pecho, sabiendo que el día se estiraría como un desierto: otra jornada sin rumbo, sin trabajo y en un apartamento que nunca sentí realmente mío. A pesar de haber enviado decenas de currículums y de recorrer la isla buscando alguna oportunidad en tiendas, restaurantes o donde fuera, el trabajo se me resistía. La economía local, tan vibrante a los ojos del turista, parecía tener sus propios códigos, y yo no lograba descifrarlos. Me sentía fuera de lugar, como si no encajara en ningún lado. Mientras tanto, David parecía florecer. Su trabajo en el hotel lo tenía ocupado casi todo el día, y el dinero llegaba con regularidad. A veces salía por las noches con Álvaro y Noelia, y regresaba contando anécdotas divertidas que me relataba sin darse cuenta de que yo lo había estado esperando en silencio, sintiéndome más sola que nunca. Mi rutina se reducía a mantener limpio el piso, cocinar de vez en cuando y fingir normalidad, aunque cada día me sentía más invisible. Un día, hablando por teléfono con mi madre, intentando ocultarle mi desesperación, me soltó una noticia que me tomó por sorpresa, pero que, en el fondo, encendió una chispa inesperada de esperanza.
—Hija… he tomado una decisión importante —me dijo con voz firme, aunque noté un ligero temblor—. Tu padre y yo nos vamos a divorciar. Él se ha ido a vivir a Madrid. Necesita empezar de nuevo.
Sus palabras me golpearon en más de un sentido, pero en lugar de angustiarme, sentí que una puerta se entreabría. Madrid. Mi padre. Un posible nuevo comienzo. No era Valencia, no eran mis calles ni mis amigas, pero era una conexión, una oportunidad para salir del pozo en el que me sentía hundida. La idea de mudarnos allí empezó a tomar forma casi enseguida. Era un pensamiento que me ilusionaba tímidamente: una ciudad nueva, más oportunidades laborales, y la posibilidad de estar más cerca, aunque fuera un poco, de mi madre. Esa misma noche, se lo propuse a David. Recuerdo que tenía el corazón latiéndome en el cuello mientras le hablaba, esperando no encontrarme con un muro de indiferencia.
—He estado pensando... mi padre se ha ido a vivir a Madrid. ¿Qué te parecería si nos fuéramos allí una temporada? Quizás encuentre trabajo más fácil, y estaríamos más cerca de mi familia... Para mi sorpresa, David reaccionó con un entusiasmo que no me esperaba. Se le iluminó la cara, como si de pronto le hubieran ofrecido un juego nuevo
. —Claro, ¿por qué no? Mallorca ya empieza a aburrirme un poco. Madrid es una gran ciudad; seguro que encontramos algo interesante. No supe bien si sentir alivio o inquietud. Me reconfortó que aceptara tan fácilmente, pero también me sorprendió lo rápido que abrazó la idea. Casi como si no tuviera nada que lo atara allí… ni siquiera yo. Poco después, cogió el teléfono con una sonrisa casi infantil y se fue a la terraza. Desde el comedor lo escuché hablar con su madre
. —¡Mamá, tengo una noticia! ¡Nos vamos a Madrid! Sí, Nuria lo ha propuesto y me parece genial… —No, no a Valencia, a Madrid… vamos a probar suerte allí, con su padre… no sé por cuánto tiempo… pero será divertido…
Mientras lo oía, me quedé mirando al vacío. La emoción en su voz contrastaba con la duda que me habitaba a mí. Para él, Madrid parecía una aventura, una excusa para cambiar de aires sin tener que volver a la influencia directa de su madre en Valencia. Para mí, en cambio, era una última esperanza, un intento más por no perderme en la tristeza. Y, aunque no era mi intención principal, esa mudanza también me acercaba.
—al menos emocionalmente— a lo que había dejado atrás. No podía evitar pensar que, aunque su madre ya no estuviera presente físicamente, su sombra seguía con nosotros. Y David, cada vez más absorbido en su propio mundo, parecía no notar lo lejos que me estaba quedando de todo. Incluso de él.