La decisión de mudarnos a Alcalá de Henares se tomó con una rapidez inesperada. En apenas unos días, David y yo hicimos las maletas, despidiéndonos de Álvaro y Noelia con una mezcla de gratitud y alivio. Antes de emprender el viaje por carretera hacia nuestro nuevo destino, hicimos una breve parada en Marbella durante una semana. Para mí, regresar —aunque fuera por poco tiempo— a mi ciudad natal fue un respiro necesario, un retorno a esa familiaridad que tanto había añorado durante mi estancia en la lejana Mallorca. El reencuentro con mi madre fue un abrazo largo, sentido, de esos que te sostienen sin necesidad de palabras. La reciente noticia del divorcio de mis padres aún flotaba en el ambiente, cargando el aire con una fragilidad extraña. Aun así, verla tan entera me reconfortó más de lo que habría imaginado. Mis hermanos, Pablo, de dieciocho, y Javier, de veinte, me recibieron con una mezcla de sorpresa y afecto. Mi hermana pequeña, Paula, con sus seis años y esa alegría contagiosa, no se despegó de mí en toda la semana. Durante esos días, David se mostró educado, aunque distante. Saludó a mi madre con cortesía y mantuvo charlas superficiales con mis hermanos sobre música y planes de futuro, pero yo sentía que su mente ya estaba en Alcalá, centrada en esa nueva oportunidad que ambos, por distintas razones, anhelábamos. La cercanía de David con su madre seguía siendo un tema incómodo. Aunque convivía conmigo, ella también tenía que estar presente, ya fuera en cuerpo o en espíritu. Siempre tenía algo que opinar, y él parecía necesitar su aprobación para cada paso que daba. Ya me había acostumbrado a esa “mamitis” suya, aunque nunca terminaba de dejar de incomodarme. En más de una ocasión durante esa semana, desapareció durante horas sin avisar, y cuando le preguntaba, me decía que había ido a ver a su madre. Al regresar, no solo traía su voz, sino también la de ella, disfrazada de sugerencias que, en el fondo, eran decisiones ya tomadas. Intentaba no decir nada. No era el momento de discutir, pero no podía evitar preguntarme cuánto espacio quedaba para mí en una vida tan compartida entre dos mujeres.
La semana pasó volando entre comidas familiares, paseos por mis rincones favoritos de la ciudad y reencuentros con mis amigas. Todas estaban llenas de curiosidad por mi experiencia en Mallorca y entusiasmadas con la idea de mi nueva vida en Alcalá. Pablo y Javier se unieron a algunas salidas, con ese humor suyo que siempre me arrancaba una sonrisa y ofrecía otra perspectiva a lo que estaba viviendo. Cuando llegó el momento de partir hacia Alcalá de Henares.
Pablo me sorprendió con una propuesta inesperada: —¿Puedo ir con vosotros? Total, no tengo nada mejor que hacer… y así veo cómo le va a papá. Mi madre lo pensó brevemente antes de asentir. Creo que también vio en ese viaje una oportunidad para que Pablo se reencontrara con nuestro padre y pudiera aclararse un poco antes de decidir qué camino tomar. Y así comenzó nuestro viaje. David conducía, yo iba de copiloto, y Pablo ocupaba el asiento trasero, con sus auriculares puestos y la mirada perdida en el paisaje. El silencio del coche solo se rompía por las indicaciones de David sobre la ruta o alguna pregunta mía para comprobar cómo se sentía mi hermano. Lo observaba por el retrovisor con ternura, aunque también con una punzada de incertidumbre. Íbamos a compartir más de lo previsto. Mientras dejábamos atrás la costa valenciana y nos adentrábamos en el paisaje del interior, mis pensamientos volaban hacia mi padre. Deseaba que esta mudanza no solo nos diera nuevas oportunidades laborales o académicas, sino también la posibilidad de reconstruir el vínculo con él.
Con Pablo a mi lado, y lejos de las tensiones que viví en Mallorca, sentía que tal vez, esta vez, sí sería un verdadero nuevo comienzo… aunque sabía que algunas sombras, como la constante presencia de mi suegra en nuestras vidas, no se quedarían atrás tan fácilmente.