La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 8

El viaje hacia Alcalá de Henares, que en los mapas parecía tan sencillo, terminó complicándose más de la cuenta. David, como siempre tan confiado en su “excelente” sentido de la orientación, decidió ignorar el GPS y dejarse llevar por su instinto. Resultado: una salida equivocada de la autovía y kilómetros de carreteras secundarias que no hacían más que alejarnos de nuestro destino. Yo intentaba mantener la calma, pero por dentro hervía de impaciencia. Pablo, desde el asiento trasero, suspiraba con resignación. Ya se lo olía: otro ejemplo más de lo mal que se le daba a David ubicarse.
Después de varios intentos fallidos y rodeos absurdos, conseguimos retomar la ruta correcta. Llegamos a Alcalá más tarde de lo previsto, con el cansancio acumulado del viaje y esa sensación de haber desperdiciado tiempo valioso justo en lo que debía ser un nuevo comienzo para nosotros.
Por suerte, encontrar la dirección del apartamento de mi padre fue fácil. Lo que no esperábamos era que no estuviera en casa. Llamamos varias veces, pero no contestaba. Supuse que estaría en el trabajo —sabía que tenía un horario temprano en una fábrica de las afueras—, pero no poder entrar ni dejar las maletas fue un bajón.
Entonces recordé que mi prima Carmen vivía también en Alcalá. No es que tuviéramos una relación cercana, apenas nos habíamos cruzado en alguna reunión familiar en Marbella, pero siempre nos llevamos bien. Fuimos a una cabina telefónica y la llamamos. Ella atendió enseguida la llamada y le conté lo que pasaba. Ella enseguida me contesta:
“¡Nuria! Qué alegría escucharte. Claro que sí, venid para casa. Estoy cerca del centro. Así aprovechamos para vernos”.
Fue un alivio enorme. A veces, los gestos más simples lo cambian todo. Carmen nos abrió las puertas de su casa sin pensarlo, justo cuando más lo necesitábamos. David y Pablo también lo agradecieron, aunque no lo expresaran demasiado.
Su apartamento era acogedor, con plantas por todos lados y dibujos infantiles en la nevera. Nos recibió con una sonrisa y un abrazo sincero. Mientras preparaba un desayuno improvisado, me puse al día con ella. Le conté —por encima— nuestra mudanza desde Mallorca, la idea de empezar de cero y las razones que nos habían traído hasta allí.
Mientras hablábamos en la cocina, bañada por la luz de la mañana y el olor a café, dos niñas pequeñas irrumpieron corriendo. La mayor, con coletas rubias, gritó emocionada:
—¡Mamá, mira quién ha venido!
—Hola, soy Sofía. —¿Y tú quién eres? —me preguntó con una mezcla de curiosidad y descaro.
—Hola, Sofía, soy Nuria, tu prima —le respondí, sonriendo.
Me observó detenidamente, como evaluándome, y después miró a Pablo, que intentaba pasar desapercibido tras su taza de café. La pequeña, Lucía, de unos cinco años y un lazo rosa, se escondía tímidamente tras las piernas de Carmen.
—Chicas —dijo mi prima con orgullo—, ella es Nuria, mi prima, y ellos son David y Pablo. Se quedarán un rato hasta que puedan ir a su casa.
Sofía no tardó en volver a la carga.
—¿Vienes de muy lejos? ¿En Mallorca hay piratas?
No pude evitar reír.
—Vengo de una isla muy bonita, pero no, ni un solo pirata. ¡Lo siento!
Lucía, animada por su hermana, se acercó tímida y me dio un dibujo arrugado.
—Para ti —murmuró.
Lo recibí con una ternura que me pilló por sorpresa.
—¡Es precioso, Lucía! Gracias.
Ese pequeño gesto, en medio del caos del viaje y la incertidumbre de no saber dónde íbamos a dormir esa noche, me tocó el alma. La calidez de Carmen y sus hijas me hizo sentir, por un momento, que las cosas iban a salir bien. Que a pesar de los tropiezos, no estaba sola.




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