La mañana en casa de Carmen transcurrió con una inesperada sensación de normalidad. Sus hijas, Sofía y Lucía, se convirtieron en nuestras pequeñas anfitrionas, mostrándonos sus dibujos, cuentos favoritos y compartiendo juegos y risas con una naturalidad desarmante. Pablo, sorprendentemente participativo, se unió a un caótico partido de fútbol en el salón, usando cojines como porterías. Su risa, poco habitual, se mezclaba con los gritos alegres de las niñas. David, aunque más callado, parecía relajado por primera vez en días. Se quedó en el sofá hojeando un libro de la estantería, ajeno al bullicio pero con una leve sonrisa en los labios.
Mientras tanto, Carmen preparaba un arroz al horno que llenaba la casa con el aroma del sofrito y las especias. Ese olor me trasladó por un instante a las reuniones familiares de la infancia. Aproveché ese rato en la cocina para hablar con ella a solas, mientras removía el arroz con el delantal manchado de harina. Me habló de su vida en Alcalá, de lo tranquila que era la ciudad para criar a sus hijas, de los mercadillos de los sábados, de lo fácil que era ir a Madrid en transporte público.
Yo, con una taza de té entre las manos, le hablé con sinceridad. Le conté lo difícil que había sido mi etapa en Mallorca, la soledad que sentía allí, lo mucho que necesitaba este nuevo comienzo. Estaba agotada emocionalmente, pero con ganas de reconstruir algo desde cero.
—Alcalá tiene mucho que ofrecer —me dijo, mirándome con ternura. Ya lo irás descubriendo. Y si necesitas cualquier cosa, estoy a un par de calles. Aquí no estás sola.
Sentí un nudo en la garganta. Hacía tiempo que no escuchaba algo así.
Entonces me preguntó si tenía más familia cerca. Me quedé pensativa, rebuscando en la memoria.
—Tengo otra prima, Elena. Creo que vive en Madrid capital. No nos vemos desde hace años, desde que se casó. Debo tener su número por ahí… Voy a buscarlo y la llamaré.
Después de disfrutar del arroz, de una ensalada fresca y de un postre casero que Carmen preparó con cariño, sentí la necesidad de salir a conocer un poco mi nuevo entorno.
—¿Qué os parece si damos una vuelta por Alcalá? —les propuse a Pablo y David mientras recogíamos la mesa.
Pablo aceptó enseguida, entusiasmado. David dudó al principio, como siempre, pero acabó uniéndose, más por inercia que por otra cosa.
Alcalá nos recibió con todo su encanto. Paseamos por la calle Mayor, admirando los soportales, las tiendas de toda la vida, la vida bulliciosa de la gente. Nos detuvimos frente a la Universidad, imponente, y en la Plaza de Cervantes, donde los turistas se mezclaban con estudiantes que caminaban con mochilas al hombro. Pablo incluso se interesó por el museo de Cervantes. Me sorprendió su actitud abierta, y por un momento, me sentí ilusionada de que algo estaba cambiando.
Ya en el Parque de los Reyes, nos sentamos en un banco bajo la sombra de los árboles. El cielo estaba claro, y una brisa suave acariciaba el rostro. Me animé a buscar el número de Elena. Tras unos minutos rebuscando entre contactos antiguos, la llamé desde una cabina telefónica cercana. Saltó el contestador. Le dejé un mensaje contándole que me había mudado a Alcalá y que me encantaría verla si algún día iba a la capital.
Para mi sorpresa, al rato volví a llamar y atendió la llamada. Escuchar su voz después de tanto tiempo me provocó una emoción inesperada. Me dijo que solía venir a Alcalá con frecuencia a visitar a unos amigos, y me propuso quedar la próxima semana para tomar un café.
Esa simple posibilidad me llenó de alegría. Tener familia cerca, aunque fuera en Madrid, me daba cierta sensación de seguridad, de conexión. Algo muy valioso en medio de tanta incertidumbre.
Al volver a casa de Carmen, ya al anochecer, con las farolas encendidas y el aire fresco del atardecer, sentí que algo dentro de mí empezaba a tranquilizarse. Aún no había visto a mi padre, y eso seguía siendo importante, pero la calidez de Carmen, el cariño espontáneo de sus hijas y ese pequeño puente que se tendía hacia Elena me daban una sensación reconfortante: no estaba sola.