Los días pasaban lentos en Alcalá. Yo seguía buscando trabajo, sin éxito, mientras aprovechaba para conocer la ciudad junto a mi hermano Javier. David parecía contento con su nuevo empleo, aunque nuestra convivencia era otra historia. Mi padre seguía sin aceptar su divorcio, y eso convertía cada conversación en una batalla silenciosa.
Los fines de semana intentábamos distraernos: centro comercial, algún lago cercano, el cine… A veces, cuando me apetecía ir a Madrid, David me acompañaba. Pero no tanto como yo esperaba. Cada noche íbamos juntos a una cabina telefónica a llamar a nuestras familias. Era nuestro pequeño ritual.
—Mamá, ya queda poco para ir a Marbella. —En una semana tengo vacaciones, estoy deseando ir —le decía él, con una emoción que me incomodaba.
Yo lo miraba de reojo. Me parecía increíble que, hacía apenas unos minutos, me hubiese llamado “niña de mamá” porque dije que echaba de menos a los míos, y ahora lo tenía ahí, casi llorando por hablar con su madre. Me dolía, no porque sintiera nostalgia —eso lo entendía—, sino por su doble cara.
Una tarde conocimos a una chica de Marbella. Estuvimos hablando un buen rato y me cayó bien. Pero al volver a casa, David soltó algo que me dejó helada:
—Nuria, Marta es simpática, ¿verdad? También quiere ir a Valencia. Podría irme con ella... y de paso liarme con ella en el camino —dijo entre risas, como si fuese la gran ocurrencia del día.
Me quedé en silencio. Lo miré con incredulidad.
—¿Te parece gracioso decirle eso a tu novia? ¿También se lo decías a tu ex?
—Nuria, era una broma, joder. —No te pongas así —me respondió, quitándole importancia.
No contesté. Preparé la comida, recogí la cocina y me fui a acostar con un nudo en el pecho. Al día siguiente, fui a casa de mi prima. Necesitaba hablar con alguien.
Le conté lo ocurrido, esperando —quizá— que me dijera que estaba exagerando. Pero su reacción fue otra.
—Nuria, eso no está bien. Es una broma de muy mal gusto. —José jamás me diría algo así, ni cuando éramos novios, ni ahora casados —me dijo, mirándome con seriedad.
Salí de su casa pensativa. Mis hermanos también me lo habían dicho: No te veo feliz, Nuria. Y quizás era hora de admitirlo. No, no era feliz. Y lo peor es que ya ni siquiera fingía que lo era.
La convivencia en Alcalá no tenía nada que ver con nuestra etapa en Mallorca. Encima, mi padre seguía presionando, recordándome con cada mirada que no aceptaba mi decisión de divorciarme. Me estaba agotando, por dentro y por fuera.
Cuando llegó agosto, David y yo nos fuimos a Marbella Javier decidió quedarse unos días más. Quería buscar trabajo y no dejar solo a mi padre. El viaje fue mucho mejor que la primera vez.
—Mira tú, esta vez no te has perdido. —Hemos llegado sin ningún percance —le dije con tono burlón, recordando cómo se perdió la primera vez que fue a Alcalá.
Paula me recibió como siempre, con los brazos abiertos. Tenía seis años y era mi sol, mi niña. Mi madre también me recibió con cariño. David nos dejó y se fue enseguida a ver a la suya.
—Parece que no la ve desde hace años —bromeó mi hermano Pablo al verlo salir tan rápido.
Mi madre no dijo nada, pero su mirada lo dijo todo. Fue directa a la cocina a seguir con la comida.
—¿Tu padre sigue igual? —me preguntó mientras revolvía una olla.
—Sí. No lo acepta, pero le va a tocar hacerlo. Me da pena por Javier, que tiene que quedarse aguantándolo.
Ella preparó mi comida favorita. Me senté a la mesa, y Paula no se despegó de mi lado ni un segundo. Durante la comida les conté todo: el cambio de ciudad, los días buenos, los malos… no dejé nada fuera.
—Nuria, si quieres estudiar, hazlo. Cuando estabas aquí, lo hacías todo: estudiabas, trabajabas, llevabas la casa. —¿Por qué ahora dicen que no puedes? —dijo mi madre, molesta. Nunca le gustó David. Y se le notaba.
Esa noche, sola en mi habitación, me quedé dándole vueltas a lo que había dicho. ¿Tenía razón? ¿Estaba yo dejando mi vida en pausa por alguien que no me cuidaba ni me apoyaba?
Al día siguiente, David me llamó para ir a la playa. Acepté. Me apetecía despejarme. Lo que no me esperaba era encontrarme con su madre allí.
—¡Nuria, cariño! —dijo Rosa con su voz melosa. Me ha contado David que están mejor en Alcalá que en Mallorca.
—Sí, estamos bien. —Alcalá tiene su encanto —respondí, intentando sonar amable, aunque por dentro solo quería salir corriendo.
Ese día apenas hablé. Me metí al agua durante mucho rato, solo para evitar escucharla. Después fuimos a un buffet cercano. Durante la comida, planearon visitar algunos lugares. Y, cómo no, Rosa se apuntó a todo.
Al día siguiente, salimos los tres. Para mi sorpresa —o no tanto—, David fue todo el camino agarrado del brazo de su madre, sin dirigirme casi la palabra. Me sentí invisible. Sentada en la terraza de un bar, Rosa aprovechó para lanzarme una más:
—Nuria, ¿ya has encontrado trabajo? Porque tienes que ayudar en casa. No va a ser mi hijo quien lo pague todo, ¿eh?
—Estoy buscando, señora. Pero no es tan fácil —respondí, tragando la rabia.
Esa noche, cuando llegamos, me bajé del coche sin decir palabra. David vino detrás.
—Nuria, no te lo tomes así. Mi madre solo quiere ayudarte. ¿Vamos al cine esta noche?
—Ve tú con ella, así no tienes que seguir ignorándome —dije, cerrando la puerta.
Me encerré en mi cuarto, me tumbé en la cama y miré al techo en silencio.
¿De verdad esto era el amor que había elegido?