La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 14

Era sábado por la mañana. El sol apenas asomaba entre las persianas cuando me levanté a comprar el pan. Quería aprovechar el aire fresco y despejarme un poco. A veces, los silencios de la mañana son más llevaderos que los ruidos del corazón.

En la panadería me crucé con Rafael, un viejo amigo. Venía con su mujer, y al saludarme con una sonrisa despreocupada, soltó sin saber lo que iba a provocar:

—Así que hoy nos vamos todos de paseo al pueblo, ¿eh? ¡Menudo plan el que preparó David anoche! ¿Estás lista?

Me quedé paralizada. ¿Cómo? ¿Qué plan? Nadie me había dicho nada.

—¿Hoy? —pregunté, fingiendo naturalidad.

—Sí, sí, lo organizamos anoche. Rosa tenía ganas de ir, y David dijo que era buena idea. Así que nos apuntamos.

Asentí, pero por dentro sentí cómo se me encogía el pecho. Una vez más, me habían dejado fuera de sus planes. Como si yo no importara. Como si fuera un añadido opcional. Salí de allí con el pan bajo el brazo y las lágrimas queriendo escapar, pero todavía aguantaban.

Al llegar a casa, la escena era surrealista. David y Rosa ya estaban listos. Ella con esa sonrisa arrogante, y él, apresurado.

—¡Venga, Nuria! ¿Qué haces que no estás lista? —¡Nos vamos ya! —me dijo David con tono de impaciencia.

Lo miré directamente, sintiendo un nudo en la garganta.

—No voy a ir.

Rosa resopló, como si yo fuera una carga.

—Siempre igual. Nunca quieres hacer nada con David. Eres una antipática.

Me costó mantener la compostura, pero lo hice.

—Siempre soy yo la que propone salir, pero David para mí siempre está cansado. Y para los demás, nunca lo está.

Él no dijo nada. Bajó la mirada y salió por la puerta como si no hubiera escuchado nada, como si mis palabras no valieran. Rosa me lanzó una mirada cargada de desprecio antes de girarse también y salir sin despedirse.

Fue entonces cuando sentí que no podía más. Salí de casa y caminé hasta una cabina telefónica. Marqué el número de Elena con manos temblorosas. Cuando escuché su voz, las lágrimas ya estaban cayendo.

—¿Elena…?

—Nuria, ¿qué pasa? ¿Estás llorando?

Intenté hablar, pero no pude. Fue entonces cuando escuché la voz de Valentín, su marido, al fondo.

—Dile que lo deje ya. Un niño con mamitis aguda no cambia. Y ella no está para criar a nadie.

Colgué agradeciendo su apoyo. Volví a casa y me puse a preparar la comida como si nada hubiera pasado. Cuando me senté con mi padre a la mesa, me miró con esa mezcla de cariño y preocupación que solo un padre puede transmitir sin decir mucho.

—Nuria, si sigues con David, tienes que saber que su madre siempre va a estar en el medio. ¿Vas a poder vivir con eso?

No supe qué decir. Solo me quedé pensativa. ¿Habrían pasado sus ex por lo mismo? ¿También fueron borradas del mapa por esa mujer? ¿Y él siempre eligió igual?

Por la tarde, David regresó como si no hubiera pasado nada. Como si yo no me hubiera sentido una completa extraña en mi propia relación. Me miró, se sentó en el sofá y puso la televisión, como si todo estuviera bien.

Yo no podía callarme más. Me senté frente a él y le hablé claro.

—David, esto no puede seguir así. O cambias y de verdad me demuestras que soy tu prioridad, o lo dejamos.

Me miró con miedo, como si por primera vez entendiera que yo hablaba en serio.

—Tú eres lo más importante para mí, Nuria —dijo, nervioso. Perdóname, no quise hacerte daño. Voy a cambiar.

Esa noche, para sorpresa de todos, David estuvo más pendiente de mí. Me hablaba, me tomaba de la mano, incluso me abrazó sin que nadie se lo pidiera. Pero eso no le gustó nada a Rosa. Su cara era un poema. Apretaba los labios, y su silencio era más ruidoso que cualquier reproche.

Al día siguiente quedamos con Elena y Valentín. Pasamos una tarde tranquila, donde él me dio más consejos de esos que van directos al alma:

—Tienes que ponerte primero, Nuria. Nadie va a cuidarte si tú no te cuidas. No te quedes con alguien que no sabe poner límites, porque al final, el que sufre eres tú.

Asentí, sabiendo que tenía razón.

Cuando fuimos a despedirnos de Rosa, ella ni siquiera me miró. Se despidió de todos… menos de mí. Ni un gesto, ni una palabra. El hecho de que David me hubiera prestado atención la había enfurecido. Y aunque dolía, en el fondo me hizo ver algo que no quería aceptar: su problema no era conmigo, sino con el lugar que ocupaba en la vida de su hijo.

Esa noche, ya en casa, David llamó a su madre para saber si había llegado bien. Yo estaba en la otra habitación, pero escuchaba perfectamente. La voz de Rosa se colaba como cuchillos por el auricular:

—Tu novia me ha tratado fatal todo el día. Me ha hecho sentir fuera de lugar. No sé qué le pasa contigo. Yo solo quiero lo mejor para ti.

Y lo peor no fue escuchar su mentira. Lo peor fue que David no la corrigió. No dijo nada. No la frenó. No defendió la verdad.

Apagué la luz y me acosté dándole la espalda. Otra señal más. Otra prueba de que estaba atrapado en una telaraña tejida por su madre. Y lo peor es que él ni siquiera lo veía. O no quería verlo.

Y yo… cada vez veía menos futuro en nosotros.




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