Cuando llegué a casa el domingo por la tarde, mamá me vio pálida. Enseguida se acercó a mí y me tocó la frente. Su cara fue todo un poema.
—David, Nuria tiene fiebre. —¿Por qué no la trajiste antes? —dijo, visiblemente enojada.
. —Señora, no es para tanto. —Además, estaba en buenas manos —respondió él, restándole importancia a mi estado.
—Me da igual. ¡Soy su madre y tenías que haberla traído antes! David puso los ojos en blanco, me dio un beso rápido y se despidió diciendo que vendría el viernes por mí.
Cuando se fue, mi madre entró a mi dormitorio. Mientras yo me ponía el pijama y me metía en la cama, me miró muy seria.
—La semana que viene no te vas con él —dijo mientras le ponía el pijama a mi hermana Paula.
—Tranquila, no me voy a ir. Le diré que sigo con fiebre.
Pasé la semana en cama, con fiebre y mucha tos. David ni siquiera llamó para preguntar cómo estaba. El viernes, tan puntual como siempre, llamó a la puerta de casa. Entró con esa sonrisa suya, como si no hubiera roto un plato, pero al verme en pijama, se le borró de golpe.
—Nuria, ¿por qué no estás lista aún? —Sabes que vengo los viernes a recogerte —me dijo, molesto.
—Si hubieras llamado para preguntar cómo estaba, te habrías ahorrado el viaje. No me llamaste en toda la semana. Solo te acuerdas de mí los viernes… y porque quieres echar un polvo —le solté, furiosa.
—Nuria, trabajo toda la semana, no me da tiempo a llamarte. Sé más comprensiva.
—¿Trabajas las 24 horas del día? ¿Ni cinco minutos para decir “hola”?
—Bueno, no te enfades… ¿Te vas a venir?
—He estado toda la semana en cama y aún estoy mala. No voy a ir.
Lo que hizo luego me dejó pensando. En vez de quedarse conmigo un rato, se dio media vuelta y se fue sin más; solo dijo "adiós". Y, para ser sincera, fue un alivio. Al rato entró mi hermano Pablo, contándome que David se había ido muy enfadado.
—Pablo, me da igual si se fue enfadado. Ya se le pasará.
Ese fin de semana lo pasé en casa, tranquila y en familia. Jugué con mi hermana, vi películas de miedo con mis hermanos… Después de tanto tiempo, sonreí de verdad. La semana siguiente pasó rápido y, como todos los viernes, David volvió por mí. Esa fue mi rutina durante meses. Llegaron las fiestas navideñas y, con ellas, más discusiones. David quería que pasara la Navidad en su casa. Yo no aceptaba: quería estar con mi familia. Le dije que me iría con él el día 25, pero nada más. Insistía en que me quedara también para Año Nuevo, aunque él iba a trabajar esos días. Yo estaría sola en su casa con su madre. Rechacé su propuesta y, al final, aceptó a regañadientes. Creo que hasta para mi madre fue un alivio; por una vez, coincidíamos en algo. El día 25, David vino a buscarme. De camino a su casa, me decía que me había echado de menos el día 24. Lo miré, pero me callé. Yo no lo había echado de menos.
—Nuria, hablé con mi madre. Está de acuerdo en que te quedes toda la semana, así pasas el Año Nuevo con nosotros.
—David, te dije que el 31 lo paso en mi casa. Y si no me vas a llevar, me voy en autobús.
. —Nuria, no seas aguafiestas. Mi madre ya está planeando el menú para ese día.
—Me da igual. Pero yo me voy a mi casa. Durante todo el camino hacia Mijas no paramos de discutir.
Cuando llegamos, su madre notó el enfado. Creo que, para ella, ese mal ambiente era una pequeña victoria. Al final, David me llevó a casa el día 30. Ni siquiera se bajó del coche. Ese gesto me molestó.
—David, no vengas a recogerme el día 1. No pienso ir a tu casa. Y si vienes el día de Reyes, hazte a la idea de que tampoco me voy a ir contigo.
Él asintió con la cabeza. Para mí fue un alivio. No quería estar con él. Cuando llegué a casa y le conté a mamá que no iría a casa de David en toda la semana, se alegró. Y yo, en parte, ya me estaba cansando de estar en su casa. Lamentablemente, aún no veía las señales. Enero fue eterno. Empecé a trabajar limpiando una casa. La universidad tendría que esperar hasta verano: no quedaban plazas. Me estaba arrepintiendo de haberla dejado cuando me fui a Mallorca. Ese mes fue otra rutina más: trabajo y los viernes con David. Cuando se enteró de que estaba trabajando, se alegró. Pensaba que así le ayudaría a pagar el coche. Me negué. Yo no lo usaba. El que lo conducía era él, y a veces su padre.
—Nuria, si vamos a casarnos, tienes que ayudarme con los gastos.
—Me decía cada vez que sacaba el tema. Yo me enfadaba. No estaba de acuerdo. Si de verdad quería ahorrar para una boda, lo mejor era no gastar, no comprar un coche. Pero él no entendía eso. A solas en mi dormitorio, me preguntaba si realmente quería estar con él. Pero no me atrevía a dejarlo. Y sabía, muy dentro de mí, que tarde o temprano lo iba a lamentar.