Febrero llegó con días frescos y más largos, y para mi sorpresa, el trabajo me estaba yendo bastante bien. La familia en la que trabajaba estaba encantada conmigo, y aún más los niños. Les gustaba cómo les preparaba la comida, me esperaban con una sonrisa y siempre me preguntaban qué habría de almorzar ese día. Aquello me daba una sensación de estabilidad que hacía mucho no sentía. Me hacía bien estar ocupada, tener mi rutina y sentirme valorada.
Como cada viernes, David vino a buscarme. Ese día quedamos con unos amigos suyos y, después de tanto tiempo, salimos en pareja con otra pareja. Fuimos al cine, y aunque la película era una comedia romántica, yo no me reía mucho. Observaba a la otra pareja, cómo se tomaban de la mano, cómo él la miraba, y no pude evitar pensar si alguna vez David me miraba así a mí. No dije nada. Me limité a sonreír cuando me tocaba, a fingir que todo estaba bien.
Llegó San Valentín. Me puse algo nerviosa porque nunca habíamos celebrado ese día de forma especial. Y sinceramente, tampoco esperaba mucho. Pero me sorprendió cuando apareció con una pequeña cajita. La abrió frente a mí y allí estaba: un anillo.
Me quedé en blanco.
—¿Te gusta? —me preguntó con su sonrisa de siempre.
—Sí... —respondí, pero no supe qué más decir.
No es que no me gustara el anillo. Era bonito, sencillo. Pero no esperaba algo tan serio. Ese anillo no era sólo un regalo, era una señal, un compromiso. Y aunque David no se arrodilló ni dijo ninguna palabra bonita, entendí perfectamente lo que implicaba.
Después del intercambio de regalos, fuimos a una pizzería en Benalmádena. Comimos en silencio. Luego, volvimos a Mijas. Me sentía extraña. No era emoción lo que sentía. Era más bien confusión.
Los meses pasaban rápido. Marzo, abril, mayo... Yo seguía trabajando en la casa donde me sentía útil, y David seguía igual de rutinario, viéndome los viernes, sin llamadas entre semana, sin detalles más allá de los que tocaban por costumbre.
Un día, sentados en su coche frente a mi casa, me soltó una frase que me dejó aún más perpleja:
—Nuria, ayer iba a ir a tu casa a pedirte que te casaras conmigo.
Lo miré sorprendida.
—¿Y por qué no fuiste?
—Porque tuve que ir al aeropuerto de Málaga a recoger al hermano de mi amigo —respondió como si nada.
No dije nada. Solo asentí. Pero por dentro algo se quebraba. Nunca me pidió que nos casáramos de verdad. Nunca hubo una propuesta romántica, de esas que ves en las películas o te cuentan las amigas. Nadie llenó el suelo de pétalos, nadie me miró a los ojos con emoción. Solo esas palabras al azar y un anillo entregado como si fuera una formalidad más.
Pasaron las semanas y un día me dijo que se iba a Mallorca.
—Me voy a Mallorca a trabajar —dijo.
—¿Y yo?
—Tú te quedas y arreglas los papeles para casarnos.
Así. Sin más.
No me preguntó si quería. No me preguntó cómo me sentía. No me incluyó en la decisión. Y lo más triste es que ni siquiera me sorprendió. Algo dentro de mí ya sabía que así sería. Él decidiría y yo debía seguir. Pero ya no era la misma. Empezaba a ver las señales, esas que durante tanto tiempo había ignorado.
Se fue a Mallorca a buscar dinero "para la boda", según él. Y yo me quedé. Con el anillo en la caja. Con un silencio que me hacía más compañía que él. Y con una pregunta que cada vez resonaba más fuerte en mi cabeza:
¿Realmente quiero casarme con él?
La respuesta comenzaba a dibujarse a fuego lento, aunque yo todavía no me atrevía a decirla en voz alta.