La melodía de un nuevo amor.

Capitulo 21

Al principio, tras su partida a Mallorca, me sentí triste. Había pasado tanto tiempo con David, un año esperando ese compromiso que, aunque no me hubiese pedido que me casara como yo alguna vez soñé, su ausencia pesaba. Las primeras noches lo llamaba. Quería saber cómo estaba, si había llegado bien, si me extrañaba. Pero las llamadas eran breves, sin emoción, con silencios incómodos que me dejaban peor de lo que estaba antes de marcar.

Y poco a poco, dejé de llamar.

Me di cuenta de que siempre era yo la que buscaba. Yo la que escribía. Yo la que necesitaba. Y él… simplemente estaba. Cumpliendo con lo mínimo. No me buscaba. No me preguntaba cómo iba mi día. Y esa indiferencia me abrió los ojos.

A las dos semanas, ya era otra.

Volvía del trabajo con la sonrisa de los niños aún en mi cabeza, me quitaba el delantal y salía a pasear con mi madre, mi hermana y el novio de mi madre. Empezamos a hacer cosas simples: caminar por el paseo marítimo, tomar un helado, sentarnos en una terraza mientras caía la tarde. Me pedía una Coca-Cola y disfrutaba del momento. A veces iba al cine sola, sin remordimientos. O con mi hermano Javier, que siempre tenía algo gracioso que decir.

Empecé a sentirme ligera. Empecé a ser yo.

Un día, mientras esperaba el autobús para ir al trabajo, vi a una chica que también esperaba allí cada mañana. Al principio, solo cruzábamos miradas. Luego, alguna sonrisa. Hasta que un día, sin saber cómo, comenzamos a hablar. Nos reímos de lo tarde que venía el autobús, del calor que hacía en mayo, de tonterías. Y desde ese día, nos hicimos buenas amigas.

Su nombre era Marta. Y con ella empecé a salir de marcha, a ir al cine sin planearlo, a tomar algo después del trabajo solo por el gusto de hacerlo. Marta era divertida, espontánea, libre. Me recordaba a la Nuria que alguna vez fui, o que tal vez nunca me permití ser.

David llamaba de vez en cuando. Pero ya no lo esperaba. Ya no me dolía que no me escribiera. De hecho, muchas veces ni contestaba, o simplemente respondía con un "todo bien" y seguía con mi día.

Había recuperado algo que no sabía que había perdido: mi libertad. No la libertad de estar sin pareja, sino esa otra más profunda, la que te permite ser tú sin tener que pedir permiso, sin tener que encajar en una relación que solo tú alimentas.

Veía películas con mi familia. Me reía con mi hermana. Salía sin dar explicaciones. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentía viva.

David seguía allá, hablando de planes futuros, de ahorrar para la boda, de lo bien que iba su nuevo trabajo. Pero algo había cambiado. Yo había cambiado. Y ya no sabía si quería ese futuro del que él hablaba sin preguntarme nada.

No sabía si quería una vida con alguien que no se dio cuenta de que me estaba perdiendo.

Lo único que sabía era esto: me estaba encontrando a mí misma. Y eso valía más que cualquier anillo.

El verano llegó sin darme cuenta.

Las calles se llenaron de turistas, el mar olía más salado que nunca y las noches se volvían eternas entre risas, luces de neón y música en cada rincón. Marta se convirtió en mi cómplice inseparable. Salíamos de fiesta, íbamos al cine, nos sentábamos en la arena a hablar de la vida con una cerveza en la mano y los pies descalzos. Había algo en ella que me hacía bien. Me hacía reír. Me hacía sentir que no estaba sola.

Y por primera vez, notaba que los chicos me miraban.

No pasaba nada. Solo miradas, alguna conversación, alguna invitación que rechazaba con una sonrisa educada. Pero el simple hecho de sentirme deseada, vista, libre… me descolocaba. Me preguntaba en qué momento había dejado de sentir eso con David. Cuándo había empezado a vivir en pausa, esperando a que él quisiera algo más, a que me llamara, a que me hiciera sentir especial.

Un viernes por la noche, Marta me llevó a una discoteca donde enseñaban salsa. Al principio no quise bailar, pero el ambiente era tan contagioso que terminé soltándome. Y entonces lo vi.

Alto, piel morena, sonrisa fácil y unos ojos que parecían leerme sin decir una palabra. El profesor de salsa era cubano y se llamaba Alejandro. No sé si fue el acento, su forma de moverse o cómo me tendía la mano con seguridad cada vez que sonaba una nueva canción, pero algo se despertó en mí.

No era amor. Ni siquiera atracción física en el sentido más básico. Era algo más profundo. Algo que me decía: "Tú también puedes sentir mariposas otra vez."

Bailamos varias veces esa noche. No pasó nada. Ningún beso, ninguna promesa. Pero cada vez que nuestras miradas se encontraban, me invadía una sensación desconocida… peligrosa.

Esa noche, mientras caminábamos a casa, Marta me lo dijo sin rodeos:

—Nuria, ¿te gusta?

—¿Quién?

—Vamos… el cubano. Se te nota.

No supe qué responder. Me reí para quitarle importancia, pero por dentro sabía que había algo de verdad en sus palabras. Me gustaba. Y no por lo que él era, sino por cómo me hacía sentir. Viva. Deseada. Presente.

Al día siguiente, David me escribió. Me preguntó qué tal iba todo, si ya había averiguado lo de los papeles para casarnos. Ni siquiera me preguntó cómo estaba. Solo hablaba de trámites, de dinero, de “el futuro”.

Y ahí fue cuando lo supe.

Mi presente ya no encajaba con su futuro.

Además, su madre ni siquiera me llamaba. No preguntaba por mí. No le preocupaba si estaba bien, si me sentía sola, si necesitaba algo. Como si yo solo existiera en función de su hijo, como si lo único que importara fuera que me casara con él y punto. Eso dolía. Porque yo siempre la traté con cariño, con respeto… y me estaba dando cuenta de que no era recíproco.

Los días pasaban y el verano se volvía mi estación favorita. Risas, paseos, atardeceres desde la playa, tardes en el cine con mi hermano, noches bailando salsa con Marta. Me sentía joven. Me sentía libre. Me sentía yo.

Y en medio de todo eso, una pregunta me perseguía como sombra:




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