Agosto llegó cargado de sol, calor y una extraña sensación de libertad. Hacía ya más de tres meses que David se había marchado a Mallorca a trabajar. Según él, para ahorrar dinero para la boda. Según yo, para escapar de responsabilidades. Porque, aunque él estaba lejos, no dejaba de exigir.
—Nuria, tienes que ayudarme con el coche. —Ya te he dicho que es para los dos —le decía en una de sus llamadas.
—Pero si ni siquiera estoy allí… el coche lo usas tú. ¿Por qué siempre tengo que solucionarlo todo yo?
—Porque tú estás ahí. Eres la que tiene tiempo.
Nuria colgaba el teléfono con un nudo en el estómago. Cada vez que hablaban, se sentía más sola, más culpable, más... ajena. Él no preguntaba cómo estaba. No le interesaba si había tenido un buen día en el trabajo o si necesitaba algo. Solo quería soluciones, papeles, dinero.
El trabajo era mi único refugio. La familia, cada día que pasaba, estaba encantada conmigo. Los niños me adoraban, sobre todo por cómo cocinaba; los niños me decían que por qué no estudiaba cocina, pues cocinaba muy bien. En esa casa me sentía útil, respetada, incluso querida. Por las tardes, salía a pasear con mi madre, con Paula o con Javier. A veces me tomaba una Coca-Cola sola en una terraza, con el móvil en silencio. Me gustaba mirar a la gente, imaginar historias. Sentirme viva.
Mis salidas con Marta ya no eran sólo los fines de semana; ya hasta quedábamos para ir al cine o ir de compras. Con Marta me sentía bien, era yo misma. Nos veíamos todos los días en la parada del autobús.
Allí, mientras esperábamos el autobús, hacíamos planes y hablábamos de Alejandro, una conversación que se había vuelto común entre nosotras.
Marta se convirtió en su confidente. Y fue gracias a ella que descubrió algo que había olvidado: podía tener amigas de verdad. Podía disfrutar.
—Tú te vas a casar, pero no pareces muy emocionada —me dijo Marta una noche, mientras compartían unas patatas bravas en un bar cerca de la playa.
Suspiré, sin saber qué responder.
—Es que… no sé si quiero.
—¿Y entonces por qué lo haces?
—Marta, no lo sé... Porque… no quiero fallarle a nadie.
—¿Y tú? ¿No te estás fallando a ti? Además, estás a tiempo; aún no tienes fecha para la boda.
Los fines de semana eran para bailar. Marta y yo íbamos a la discoteca donde daban clases de salsa, y allí estaba Alejandro siempre con esa sonrisa que volvía locas a las chicas, incluyéndome a mí...
Ese cubano me tenía hipnotizada con sus movimientos de baile; Marta y María del Mar se reían viendo cómo me quedaba embobada.
—¿Y tú? —¿No bailas? —me preguntó una noche, acercándose con esa seguridad tan suya.
—Solo miro —respondí con una sonrisa tímida.
—Pues mirar es aburrido. Ven, que yo te enseño.
Aquella noche, bailamos Y volví a sonreír y a sentir mariposas cuando veía a Alejandro. Hacía mucho que no las sentía. Con David, todo era rutina, peso, quejas. Alejandro, en cambio, me hacía reír. Me miraba como si realmente estuviera ahí. Como si importara.
Mientras tanto, David seguía a lo suyo. Llamaba para pedirme que fuera a Mijas a arreglar los papeles de la boda.
—Tienes que hacerlo esta semana, Nuria. Si no, no nos da tiempo.
—¿Y por qué no lo hiciste tú antes de irte?
—¿Otra vez con lo mismo? Nuria, ya te dije que esto es por los dos. Si no te importa, lo hago yo cuando vuelva. Pero claro, si algo sale mal, seguro que también será culpa mía…
Tragué saliva. Ya no tenía ganas de discutir. Fui a Mijas, hice colas, hablé con funcionarios. Al final, consiguió una cita para arreglar los documentos y organizar el expediente matrimonial. Cuando se lo comuniqué a David, él solo me dijo:
—Ok.
Nada más.
Ni un "qué bien", ni un "gracias", ni una pizca de ilusión. Solo un "ok". Y ese ok retumbó en su pecho como un portazo.
Aquel sábado volví a la discoteca. Alejandro me estaba esperando.
—Hoy bailamos más —me dijo, guiñándome un ojo.
Yo reí, y por primera vez en mucho tiempo, no sentí culpa. Me sentía viva, deseada, libre. Ya no ocultaba que a él le gustaba. Lo sabía Marta, lo intuía Alejandro, y yo por fin lo aceptaba. Quizás no era amor… pero era una sensación nueva, luminosa, que me hacía cuestionarlo todo.