Los días pasaban como si alguien me los robara sin darme cuenta. Marta y yo salíamos a la playa, a caminar por el paseo, y los fines de semana íbamos a bailar. Siempre terminábamos en la misma discoteca, donde sabía que vería a Alejandro. Me lo pasaba genial con él. No había intenciones de nada por parte de ninguno de los dos, pero nos gustaba coincidir. Nos hacíamos compañía, nos reíamos, bailábamos. A veces me sentía culpable, porque pensaba que estaba engañando a David, pero la verdad es que no pasaba nada. Aun así, esa culpa me acompañaba en silencio.
Cuando Marta me recordaba que quedaban pocos meses para la boda, sentía una angustia que me apretaba el pecho. No era felicidad lo que sentía. Era un nudo. Y a veces tenía ganas de llorar sin motivo. Me costaba admitirlo, pero cada vez estaba más claro: no estaba ilusionada. Me sentía atrapada en una decisión que ya no podía deshacer.
David volvió a principios de noviembre. Recuerdo perfectamente el día que vino a verme. Se suponía que debía estar feliz de verlo, pero en lugar de alegría sentí una tristeza que me desbordó. Sabía que con su regreso, todo lo que había vivido ese verano se iba a acabar. Ya no vería más a Alejandro, no habría más noches de risas, ni tardes con Marta planeando qué ponernos para salir. Se acababa mi pequeña burbuja de libertad.
Una tarde, mientras hablábamos en su casa, David me soltó una confesión que me dejó en shock.
—Tengo que decirte algo —dijo de repente, sin mirarme a los ojos—. Una noche, mi amigo me llevó a un puticlub… pero no hice nada, te lo juro.
Me quedé helada. Sentí como si me hubieran tirado un cubo de agua helada por dentro. No sabía qué decir. Me temblaban las manos.
—¿Y para qué me lo cuentas? —le pregunté con la voz cortada.
—Porque quiero ser sincero contigo —respondió como si eso fuera suficiente.
—¿Sincero? —solté, casi con rabia—. ¿Tú sabes cómo me he sentido estos meses? ¿La culpa que he cargado por pensar que te estaba fallando por salir, por ver a Alejandro, por reírme demasiado? ¡Y tú estabas en un puticlub!
David intentó justificarse, pero ya no lo escuchaba. Me invadió una mezcla de rabia y tristeza. En ese momento, no pude evitar pensar que si hubiera querido, podría haber tenido algo con Alejandro. Y no lo hice. Porque pensaba en David. Y ahora resulta que él no tuvo ningún problema en hacer lo que le dio la gana.
Ya no era la misma. Lo noté ese mismo día. Dejó de hacerme ilusión buscar vestidos, hablar del menú o pensar en la luna de miel. Todo me parecía una obligación. Las peleas aumentaron. Buscábamos casas, pero ninguna me gustaba. A él todo le parecía mal. Terminamos alquilando una casa que, cómo no, estaba al gusto de Rosa. Otra vez, como siempre, la sombra de su madre decidiendo por nosotros.
Uno de los temas más absurdos por los que discutimos fue el alcohol en la boda. David no quería que se sirviera ni una copa y no quería fumadores cerca.
—Nuria, no quiero a nadie borracho en nuestra boda —me dijo tajante.
—¿Y qué hago con mi familia? ¿Les digo que no pueden brindar conmigo? —le respondí.
—Es mi boda también, y no quiero eso.
Todo eran pegas. El menú lo estaba organizando mi familia porque la suya no movía un dedo. Y encima, ahora yo tenía que enfrentarme a la posibilidad de estar prácticamente sola en mi boda porque nadie de los míos se sentía cómodo con tantas restricciones. Me dieron ganas de cancelar todo. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando contra una corriente que iba en mi contra.
Al final, la tía de David habló con él. Le hizo ver que, si seguía así, se quedaría solo en la boda. Ni su familia ni la mía estarían allí si seguía imponiendo cada cosa a su manera. Eso lo calmó un poco, pero a mí ya me había agotado.
Todo lo que había soñado de pequeña se estaba esfumando. No había propuesta de matrimonio. No había emoción por parte de él. Ni siquiera quiso que fuera mi ahijado quien llevara los anillos; quería imponer a su sobrino.
Y mientras tanto, yo seguía aquí, organizando una boda que no me hacía feliz.
En las noches, cuando cerraba los ojos, pensaba en Alejandro. No por amor, no porque quisiera cambiarlo todo y estar con él, sino porque representaba todo lo contrario a lo que tenía con David. Representaba calma, diversión, libertad. Una versión de mí misma que no tenía que pedir perdón por ser feliz.
Y entonces me preguntaba:
¿Qué pasaría si dejara de ceder?
¿Qué pasaría si escuchara esa voz dentro de mí que grita que no soy feliz?
Pero luego miraba la fecha marcada en el calendario: diciembre. Y me decía que ya era tarde.