Lamentablemente, no paré la boda. No sé por qué no lo hice. Tenía razones de sobra y el corazón me gritaba que no siguiera adelante, pero algo me ataba. Quizá el miedo a decepcionar, el temor al qué dirán, o la absurda responsabilidad de no dejar mal a nadie. Lo peor de todo era que no estaba enamorada de David. No había amor. Y aun así, continué hacia ese abismo.
Volvimos a la rutina de siempre, la misma de cuando estaba en Mijas. David venía a recogerme los fines de semana, como si fuera un ritual. Todo se repetía sin emoción, sin novedad. Me cansaba. Aquella vez le dije sin tapujos:
—David, no me apetece irme este fin de semana para Mijas. Quiero estar aquí.
Su reacción fue la que esperaba. Se giró con una mirada acusadora y sin apenas pensarlo me dijo:
—Qué egoísta eres. Hemos estado meses sin vernos y ahora no quieres estar conmigo.
Me quedé callada, pero por dentro hervía. Egoísta, decía. Yo, que era la que se iba a tener que mudar a Mijas, lejos de mi familia, lejos de mis amigas, mientras él seguiría en su zona de confort. Pero la egoísta era yo. Al final, cedí. Fui con él.
Sin embargo, todo el trayecto pensé en Marta, en nuestras salidas, en los bailes, en esas noches de risas que se habían ido apagando. También pensaba en Alejandro. Me dolía asumir que, cuando me casara, ya no los vería más. Me rompía el alma. No entendía por qué no tenía el valor de romper con todo. ¿Qué me detenía?
Llegamos a la casa de David y ahí estaba su madre. Como siempre, con esa risa forzada, hipócrita, queriendo acaparar la atención de su hijo. Me repelía. Fuimos a ver la casa que ella misma nos había buscado. No estaba mal, y por suerte no estaba tan cerca de ella. Eso me alivió un poco. Pero el fin de semana no fue diferente a otros. Había un silencio incómodo entre David y yo, ya no sabíamos de qué hablar. Lo único que mantenía viva su ilusión era la boda.
—Qué ganas tengo de que llegue la boda —me decía—. Ya queda solo un mes.
Yo solo asentía en silencio. Una parte de mí quería gritar, pero no lo hacía. Aún estaba a tiempo de detenerlo todo, pero el miedo a hacer el ridículo, a decepcionar a la gente, a dejarlo en evidencia... me paralizaba. Pensaba más en los invitados que en mí.
David me llevó a casa el domingo. Me prometió que me llamaría en la semana. Y así, la rutina siguió.
Durante la semana, trabajaba. Ya no quedaba los viernes con Marta, pero seguíamos hablando por teléfono o a veces tomábamos algo en una terraza. Ella se daba cuenta de que yo no estaba animada, ni por la boda ni por nada. Todo me daba igual. Incluso en la prueba del peinado, elegí el primero que me hicieron, aunque no fuera bonito. No tenía ilusión. Simplemente quería que todo pasara rápido.
Los días volaban y de repente, sin darme cuenta, llegó el día de la boda. Esa boda que nunca soñé. No había magia, no había emoción. Mi tía fue quien me pintó porque no quise gastar dinero en un maquillaje profesional. Total, ¿para qué? Mi madre, por su parte, no estaba contenta. Incluso me llegó a decir que ojalá se suspendiera la boda. Me lo decía en serio, no era una simple frase de madre preocupada. Lo veía en sus ojos.
Cuando llegamos al Ayuntamiento, iba del brazo de mi hermano Javier. Mientras caminaba hacia David, en mi cabeza solo resonaba un pensamiento: "Huye. Déjalo todo. No sigas." Pero mis pies avanzaban, como si estuvieran atados. No lo hice. Me limité a sonreír para las fotos, a posar, a cumplir con el guión.
La celebración tampoco fue como yo quería. Todo había sido a gusto de David. Incluso el lugar. Mi familia se fue pronto porque, claro, estábamos en Mijas y todos vivían en Benalmádena. No querían conducir de noche. Yo no quería que se fueran. Cuando los vi marcharse, sentí un vacío inmenso. Me sentía sola. Y ahí, en medio de la fiesta, lo supe: me había equivocado.
Pasaron algunos días y un comentario de mi madre reavivó todo. Me llamó enfadada por algo que había dicho la madre de David en el coche, justo cuando íbamos al Ayuntamiento el día de la boda. Por suerte, mi hermano Javier iba con ellos y lo escuchó todo. La madre de David, con esa lengua venenosa, había soltado:
—Pobre de mi hijo, con lo bueno que es, no sabe en qué familia se ha metido.
Un amigo de David que iba conduciendo le replicó:
—No digas eso, que David va a estar en buenas manos.
Cuando mi madre me lo contó, la rabia me recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía ser tan falsa? Se reía delante de todos pero por detrás nos despreciaba. Se lo conté a David, esperando que hiciera algo, que me defendiera, que enfrentara a su madre. ¿Sabéis qué hizo? Se lo contó a ella, y ella, por supuesto, lo negó todo. Y David... David le creyó.
Para rematar, encima cuestionó a mi hermano Javier, como si fuera un mentiroso. Eso fue lo que más me dolió. No ya que su madre fuera así, porque de ella ya no esperaba nada, sino que él prefiriera creer su mentira antes que a mí y a mi hermano. Entonces me pregunté: "¿Cuántas mentiras más creerá David de su madre? ¿Cuántas veces más me va a dejar sola frente a ella?"
Ahí supe que me había casado con un hombre que jamás iba a darme mi lugar. Que siempre iba a estar por debajo de su madre, de sus opiniones, de sus manipulaciones. Y eso, a la larga, dolía más que cualquier bofetada.
Había empezado una vida que no quería, con un hombre que no amaba, rodeada de mentiras que ya no sabía cómo deshacer.