Los días pasaban. Mi trabajo cuidando a dos niños me gustaba; al menos me mantenía distraída. David, como siempre, seguía con su rutina. No había ni un solo día en el que no fuéramos a ver a su madre. Mi relación con Rosa seguía igual, fría y forzada.
Una vez, una vecina me paró por la calle para hablar, y de pronto me soltó algo que me hizo pensar:
—Nuria, ¿cómo te casaste con ese chico? No te das cuenta de que no te quiere. Es un niño de mamá —me dijo muy seria.
—Luisa, tienes razón —le respondí—. No le cortaron el cordón umbilical.
Aquello me hizo reflexionar. En ese tiempo, David ya no era el mismo. No le gustaban las amistades que hacía, le molestaba que los fines de semana fuera a ver a mi madre. Ella, la pobre, se daba cuenta de todo, pero no me decía nada.
Mi embarazo iba bien, aunque lamentablemente tenía que ir sola a las consultas médicas. Rosa, esa abuela que en teoría estaba tan contenta con el embarazo, no me acompañaba a nada.
A pesar de tener cinco meses, no se me notaba la barriga. Seguía usando vaqueros y nadie se creía que estuviera embarazada.
—¿En serio estás embarazada? —me preguntó mi vecina, asombrada.
Me reía, porque casi nadie lo creía. Eso sí, mis vecinos se preocupaban más que David.
Los meses pasaban y cada vez tenía más miedo al parto. En ese tiempo, David y yo hablábamos de buscar una casa más grande, pero incluso en eso teníamos discusiones. Yo quería vivir en el centro, cerca de todo. Él quería una casa rural, con terreno, como la de su madre.
—David, he visto una casa en el centro. Es bonita, está bien de precio y cerca de un colegio —le dije muy ilusionada.
—Pues olvídate de esa casa. Yo quiero una casa rural que pueda reformar.
—Tú tienes coche, yo no. ¿Puedes pensar un poco en mí? Me gusta vivir en el centro —le dije, molesta.
A David le daba igual lo que yo opinara, así que decidí negarme a cualquier casa rural que viéramos. Pero él no daba su brazo a torcer. Al final decidimos no buscar nada… Gran error, porque estaba haciendo cosas a mis espaldas.
Un fin de semana, mientras estaba en casa de mi madre, ella notó que estaba rara.
—Nuria, a ti te pasa algo —me dijo muy seria.
—Mamá, lo que pasa es que David no entiende que yo quiero vivir en el centro. Es muy egoísta.
Mi madre no dijo nada. Fue lo mejor. No quería oír un "te lo dije".
Estando ya de siete meses, fuimos al hospital a hacerme una ecografía importante: ese día nos dirían el sexo del bebé. David me acompañó. Yo tenía la esperanza de que fuera una niña. No solo porque me ilusionaba, sino porque David decía que si era niño, se llamaría como su padre. Y claro, su madre estaba totalmente de acuerdo.
—David, ¿me has preguntado qué nombre me gusta a mí? —le dije mientras íbamos al hospital.
—Nuria, si es niño, se va a llamar como mi padre. Mi madre está de acuerdo.
—Muy bien, pero la que tiene la barriga soy yo. La que pasa mal las mañanas soy yo. Yo también tengo que tener voz y voto —le respondí, muy enfadada.
Cuando nos dijeron que era una niña, respiré aliviada... por un rato. Porque también discutimos por el nombre. Yo ya tenía uno pensado, pero él quería otro. No estaba dispuesta a ponerle a mi hija el nombre de la chica que le gustaba antes. Se lo dejé bien claro.
Al llegar a casa, llamé a mi madre, que se alegró muchísimo. Rosa también pareció alegrarse. Los dos meses restantes pasaron muy lentos. Estaba deseando ver la carita de mi niña, de tenerla en brazos.
Llegó el día en que salía de cuentas, y mi niña decidió que era el momento de nacer. Se lo dije a David, pero él se fue a trabajar. Me dijo que, si era verdad, que lo llamara.
Llamé a mi madre enseguida.
—Vete ya al hospital, Nuria —me dijo alarmada.
Llamé a David y lo que escuché me dejó helada:
—¿Estás segura, Nuria? —me preguntó con voz nerviosa.
—Sí, David. Mi madre dice que tengo todos los síntomas —le respondí.
—¿Qué hago, Dios mío...? —escuché antes de que colgara.
Me quedé mirando el teléfono. ¿De verdad había dicho eso? ¿Tenía que pensar qué hacer en un momento así?
Cuando llegó, llamó a la mujer de su amigo.
—María, que Nuria dice que está de parto. ¿Es verdad?
Lo miré incrédula. Me dio el teléfono para que hablara con ella.
—Nuria, David es tonto. ¿Por qué me llama a mí si tu madre ya te ha dicho que vayas al hospital?
—Porque no se cree nada, María. Le dije que rompí aguas y prefirió irse a trabajar —respondí con rabia.
David me miraba sin creer lo que decía.
Después colgué y empecé a preparar todo. David quiso pasar por casa de su madre, pero le dije que no. Que nos íbamos directos al hospital.
Allí, al rato, llegó mi madre… y Rosa.
Después de cinco horas de dolor, nació mi niña. Todos estábamos contentos, sin saber que esos días en el hospital serían un calvario. Y que pronto me iba a arrepentir de muchas cosas.