La melodía de un nuevo amor.

Capítulo 30

Al tercer día salimos del hospital y me encontré con la sorpresa de que, en ese tiempo, David había sacado todas nuestras cosas de la casa.

—Qué pena que te vayas, con lo contenta que estabas aquí —me dijo la dueña de la casa.

—Yo me iba a ir solo por quince días. Esto ha sido una traición. Yo no quería irme de aquí —respondí aguantando las lágrimas.

Sinceramente, no sabía qué hacer. Tenía ganas de gritarle a David todo lo que pensaba de él. Lo que había hecho no estaba bien. Me di cuenta de que, si no ponía un alto, esta relación no iba a parar.

Llegamos a casa de Rosa y me sentía fatal. No quería estar allí. Desde ese día mi relación con David ya no fue la misma. Empecé a darme cuenta de que todo había sido un error, que no estaba realmente enamorada de él y de cuánto echaba de menos a mis amigas y, sobre todo, a Alejandro.

Los primeros días Rosa se portó bien; me ayudaba a curarme. Pero a medida que mi hija fue cumpliendo meses, empezó a meterse en todo, incluso en cómo debía alimentar a mi niña.

—Esa niña está muy baja de peso. Ya va siendo hora de que le des papillas.

—Esa niña se parece a su abuela paterna.

Escuchar todo eso me molestaba mucho.

—Rosa, le voy a seguir dando el pecho a mi niña. Sus papillas se las daré cuando llegue el momento.

—David, ¿no sabías que tu tío me hizo a la niña? ¡Cómo se parece a tu abuela paterna!

David se reía con esos comentarios, pero lo que más me molestaba era su silencio: nunca me apoyaba; siempre apoyaba a su madre.

Una vez, mientras su hermano y su cuñada estaban en casa, él estaba acostado y yo recogiendo ropa. Entré al dormitorio para guardar unas cosas y allí estaba Rosa hablando con su hijo. Cuando me vio, se cayó de golpe. Al rato volví a entrar y entonces David me echó una bronca:

—Es cierto lo que dice mi madre, que Susana está en la cocina limpiando y haciendo la comida y tú no estás haciendo nada —me dijo enfadado.

—¿Perdona? Estoy recogiendo la ropa, tendiendo ropa y limpiando el cuarto de baño.

—¡Esto es lo que estabas haciendo aquí! Mintiendo para que yo me pelee con tu hijo. ¿Estás contenta?

—Le he dicho la verdad, que no haces nada. —Ya que estás viviendo aquí, deberías ayudar —dijo Rosa.

—Para empezar, yo no pedí venir a vivir aquí. Y segundo, sí ayudo en la casa. Pero lo que no voy a consentir es convertirme en tu criada —le contesté.

Mi vida en casa de Rosa fue un infierno. Me cuestionaba en todo. Lo último era que tenía que esconder la comida que yo compraba porque se la comían sin pedir permiso. El único que se portaba bien conmigo era mi suegro; él siempre me trató con respeto.

Un día, David, su madre y Susana se fueron a Málaga al aeropuerto sin decirme nada, dejándome sola en la casa. David volvió a actuar como si estuviera soltero. En un ataque de ira llamé a mi madre, recogí varias cosas y esperé a que vinieran a por mí. David ni siquiera llamó. Cuando regresaron y vieron que no estaba, ni yo ni mi hija, Rosa se hizo la víctima, por supuesto.

Al tercer día volví, con la promesa de que buscaríamos una casa para vivir solos. Todo mentira.

A los nueve meses de estar viviendo allí, tuve una pelea con el hermano de David: estaba tocando mis cosas y me había perdido varios discos. Seguramente los vendería. Como siempre, David no se metió ni me defendió.

—Será desagradecida la niña esta, después de que está viviendo en mi casa —empezó a decir Rosa.

—Desagradecida, nada. Mis cosas se respetan. Y te vuelvo a repetir: yo tenía mi casa y me sacaron de allí a traición. No pedí vivir aquí.

—¿Estás contenta? —Ya te has peleado con todo el mundo —me dijo David enfadado.

—¡Vete a la mierda, David! Tenía que haberme quedado en mi casa. Me mentiste prometiéndome que íbamos a alquilar un piso. Bien sabías tú que yo no quería vivir aquí.

Al día siguiente firmamos la hipoteca de la casa que David compró sin consultarme. Una casa que no tenía nada, que había que reformar y hacer de nuevo. Eso significaba que tenía que estar más tiempo en casa de Rosa. Lo que no me imaginaba era que en la otra casa lo iba a pasar incluso peor.

Estuve viviendo dos meses más en casa de Rosa, pero ya no podía más. David trabajaba en la casa, pero iba muy lento y yo no soportaba seguir allí. Un domingo se fue con su madre, dejándome otra vez sola. Esa vez vestí a mi hija, llamé a una amiga y ella vino a recogerme. Me llevó a la casa que David había comprado.

Por la tarde, David llegó con Rosa. Estábamos fuera cuando Rosa empezó a gritarme y a insultarme delante de mi amiga y de su marido. Ellos no sabían dónde meterse. David, como de costumbre, callado. Yo me defendía, no me callaba. Lo que más me dolía era que él no ponía un alto.

—David, llévame a la casa. —Yo ya no puedo más —le decía llorando.

Cuando se fue, me puse a llorar. Mi amiga me abrazó y le conté todo lo que había pasado en casa de Rosa, cómo era David.

Al rato llegó David, muy serio, dispuesto a pelear. Pero fui yo quien le soltó todo. Él estuvo callado.

—¿No te da vergüenza? Ella es tu mujer. Tu madre le ha insultado y tú te has callado. Tenías que haberla defendido —le dijo Antonio, el marido de mi amiga.

—Ella sabe defenderse. ¿No lo has visto? —respondió David.

—Pero aun así tenías que haberla defendido.

David no supo qué decir. Cuando se fueron, le dije que si esto no cambiaba, iba a buscar un abogado. Él prometió cambiar, pero lo más gracioso fue cuando me soltó que el problema era que yo estaba celosa de su madre. No tuve otra cosa que reírme al escuchar eso.




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